El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío.
Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.
Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían.
En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria. A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.
Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.
Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos.
Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera.
Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.
El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.
El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.
Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado
de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.
Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:
- Constante los tira a la derecha.
- Siempre - dijo el presidente del club.
- Pero él sabe que yo sé.
- Entonces estamos jodidos.
- Sí, pero yo sé que él sabe - dijo el Gato.
- Entonces tírate a la izquierda y listo - dijo uno de los que estaban en la mesa.
- No. El sabe que yo sé que él sabe - dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
-El Gato esta cada vez más raro - dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.
El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
- ¿Lo vas a atajar? - le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
- No sé. ¿Qué me cambia eso? - preguntó.
- Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
- Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer - dijo y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.
- Pobre tipo - dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.
A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.
- ¿Y yo cómo sé? - dijo él.
- ¿Cómo sabés qué?
- Si me tengo que tirar para ese lado.
La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
- En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién - dijo ella.
- ¿Y si no lo atajo? -preguntó él.
Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.
Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces - contó después - que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.
El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”.
La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.
El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él.
Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.
-Bien, pibe - me dijo. - Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.
Osvaldo Soriano
Il rigore più fantastico di cui io abbia notizia è stato tirato nel 1958 in un posto sperduto di Valle de Rìo Negro, una domenica pomeriggio in uno stadio vuoto. Estrella Polar era un circolo con i biliardi e i tavolini per il gioco delle carte, un ritrovo da ubriachi lungo una strada di terra che finiva sulla sponda del fiume. Aveva una squadra di calcio che partecipava al campionato di Valle perché di domenica non c’era altro da fare e il vento portava con sé la sabbia delle dune e il polline delle fattorie.
I giocatori erano sempre gli stessi, o i fratelli degli stessi. Quando avevo quindici anni, loro ne avevano trenta e a me sembravano vecchissimi. Dìaz, il portiere, ne aveva quasi quaranta e i capelli bianchi che gli ricadevano sulla fronte da indio arcuano. Alla coppa partecipavano sedici squadre e l’Estrella Polar finiva sempre dopo il decimo posto. Cedo che nel 1957 si fossero piazzati al tredicesimo e tornavano a casa cantando, con la maglia rossa ben ripiegata nella
borsa perché era l’unica che avessero.
Nel 1958 avevano cominciato a vincere per uno a zero con l’Escudo Cileno, un’altra squadra miseranda. Nessuno ci badò. Invece, un mese dopo, quando avevano vinto quattro partite di seguito ed erano in testa al torneo, nei dodici paesi di Valle si cominciò a parlare di loro.
Le vittorie erano state tutte per un solo goal, ma bastavano a far rimanere il Deportivo Belgrano, l’eterno campione, la squadra di Padìn, di Constante Gauna e di Tata Cardiles, al secondo posto, con un punto di distacco. Si parlava dell’Estrella Polar a scuola, sull’autobus, in piazza, ma nessuno immaginava ancora che alla fine
dell’autunno avrebbero avuto ventidue punti contro i ventuno dei nostri.
I campi si riempivano per vederli finalmente perdere. Erano lenti come somari e pesanti come armadi ma marcavano a uomo e gridavano come maiali quando non avevano la palla. L’allenatore, uno vestito di nero, con baffetti sottili, un neo sulla fronte e mozzicone spento tra le labbra, correva lungo la linea laterale e li incitava con una verga di vimini quando gli passavano vicino. Il pubblico ci si divertiva e noi, che giocavamo di sabato perché eravamo più piccoli, non riuscivamo a
spiegarci come potessero vincere se giocavano così male.
Davano e ricevevano colpi con tale lealtà e con tale entusiasmo che dovevano appoggiarsi gli uni agli altri per uscire dal campo mentre la gente li applaudiva per l’uno a zero e porgeva loro bottiglie di vino rinfrescate sotto la terra umida. La sera facevano festa nel postribolo di Santa Ana e la Gorda Zulema si lamentava perché mangiavano le poche cose che conservava nella ghiacciaia.
Erano diventati l’attrazione del paese e a loro tutto era consentito. I vecchi li raccoglievano nei bar quando bevevano troppo e cominciavano ad attaccar briga; i commercianti li omaggiavano di qualche giocattolo e di caramelle per i bambini e al cinema le ragazze accettavano carezze al di sopra delle ginocchia. Fuori dal paese,
nessuno li prendeva sul serio, neppure quando avevano vinto con l’Atletico San Martìn per due a uno.
Nel pieno dell’euforia furono sconfitti come tutti quanti a Barda del Medio e sul finire dell’andata persero il primo posto quando il Deportivo Belgrano li sistemò con sette goal. Tutti credemmo, allora, che la normalità fosse stata ristabilita.
Ma la domenica dopo vinsero per uno a zero e continuarono nella loro litania di laboriose, orrende vittorie e arrivarono alla primavera con un solo punto in meno rispetto al campione.
L’ultimo scontro divenne storico a causa del rigore. Lo stadio era tutto esaurito e lo erano anche i tetti delle case vicine e il paese intero aspettava che il Deportivo Belgrano, giocando in casa, replicasse almeno i sette goal dell’andata. Il giorno era fresco e assolato e le mele cominciavano a colorirsi sugli alberi. L’Estrella Polar aveva portato oltre cinquecento tifosi che presero d’assalto la tribuna e i pompieri dovettero tirar fuori gli idranti per farli stare calmi.
L’arbitro che fischiò il rigore era Herminio Silva, un epilettico che vendeva biglietti della lotteria nel circolo locale e tutti quanti capirono che si stava giocando il lavoro quando al quarantesimo del secondo tempo si era ancora sull’uno a uno e non aveva fischiato la massima punizione, anche se quelli del Deportivo Belgrano entravano a tuffo nell’area dell’Estrella Polar e facevano capriole e salti
mortali per impressionarli. Sul pareggio la squadra locale era campione e Herminio Silva voleva conservare il rispetto di sé e non concedeva il rigore perché non c’era fallo.
Ma al quarantaduesimo rimanemmo tutti a bocca aperta quando la mezz’ala sinistra dell’Estrella Polar infilò una punizione da molto lontano e portò la squadra ospite sul due a uno. Allora sì che Herminio Silva pensò al suo lavoro e allungò la partita fino a quando Padìn entrò in area e appena gli si avvicinò un difensore fischiò.
Fece uscire dal fischietto un suono stridulo, imponente e indicò il punto del rigore. All’epoca, il luogo dell’esecuzione non era indicato con il dischetto bianco e bisognava contare dodici passi da uomo. Herminio Silva non riuscì nemmeno a raccogliere il pallone perché l’ala destra dell’Estrella Polar, Rivero, detto el Colo, lo stese con un pugno sul naso. La rissa fu così lunga che scese la sera e non ci fu modo di sgomberare il campo né di risvegliare Herminio Silva. Il Commissario, con una lanterna accesa, sospese la partita e diede ordine di sparare in aria. Quella sera il comando militare decretò lo stato di emergenza, o qualcosa del genere, e fece preparare un treno per allontanare dal paese tutti quelli che non sembravano del posto.
Secondo il tribunale della Lega, che venne riunito il martedì seguente, si dovevano giocare ancora venti secondi a partire dall’esecuzione del calcio di rigore, e quel match privato tra Constante Gauna, il cannoniere, e el Gato Dìaz in porta, avrebbe avuto luogo la domenica dopo, sullo stesso campo, a cancelli chiusi. Così quel rigore durò una settimana ed è, se nessuno mi dimostra il contrario, il più lungo della storia. Mercoledì marinammo la scuola e andammo nel paese vicino a curiosare. Il circolo era chiuso e tutti gli uomini si erano riuniti sul campo, tra le dune. Avevano formato una lunga fila per battere i rigori contro el Gato Dìaz e l’allenatore con il vestito nero e il neo sulla fronte cercava di spiegare loro che quello non era il modo migliore di mettere alla prova il portiere.
Alla fine, tutti tirarono il loro rigore e el Gato ne parò parecchi perché li battevano con ciabatte e scarpe da passeggio. Un soldato bassino, taciturno, che stava in fila, sparò un tiro con la punta dell’anfibio militare che quasi sradica la rete. Sul far della sera tornarono in paese, aprirono il circolo e si misero a giocare a carte. Dìaz rimase tuta la sera senza parlare, gettando all’indietro i capelli bianchi e duri finché dopo mangiato s’infilò lo stuzzicadenti in bocca e disse:
– Constante li tira a destra.
- Sempre, -disse il presidente della squadra.
- Ma lui sa che io so.
- Allora siamo fottuti.
- Sì, ma io so che lui sa, – disse el Gato.
- Allora buttati subito a sinistra, – disse uno di quelli che erano seduti a tavola.
- No. Lui sa che io so che lui sa, – disse el Gato Dìaz e si alzò per andare a dormire.
- El Gato è sempre più strano, – disse il presidente della squadra nel vederlo uscire pensieroso, camminando piano.
Martedì non andò all’allenamento e nemmeno mercoledì. Giovedì, quando lo trovarono che camminava sui binari del treno, parlava da solo e lo seguiva un cane dalla coda mozzata.
- Lo pari? – gli domandò, ansioso, il garzone del ciclista.
- Non lo so. Che cosa cambia, per me? – domandò.
- Che ci consacriamo tutti, Gato. Glielo diamo nel culo a quelle checche del Belgrano.
- Io mi consacro quando la rubia Ferriera mi dirà che mi vuole bene, - disse e fischiò al cane per tornarsene a casa.
Venerdì la bionda Ferreira badava come sempre alla merceria quando il sindaco entrò con un mazzo di fiori e con un sorriso largo quanto un’anguria aperta.
- Questi te li manda el Gato Dìaz e fino a giovedì tu devi dire che è il tuo fidanzato.
- Poveretto, – disse la donna con una smorfia e nemmeno li guardò, quei fiori che erano arrivati da Neuquén con l’autobus delle dieci e mezza.
La sera andarono al cinema insieme. Nell’intervallo, el Gato uscì nell’atrio per fumare e la rubia Ferreira rimase sola nella penombra, con la borsa sulla gonna, a leggere cento volte il programma senza alzare lo sguardo.
Sabato pomeriggio el Gato Dìaz chiese in prestito due biciclette e andarono a fare una passeggiata sulla riva del fiume. Mentre iniziava il pomeriggio cercò di baciarla ma lei girò la faccia e disse che forse gliel’avrebbe permesso domenica sera, se parava il rigore, al ballo.
- E io come faccio a saperlo? – disse lui.
- A sapere cosa?
- Se mi devo buttare da quella parte.
La rubia Ferreira lo prese per mano e lo portò fino al posto in cui avevano lasciato le biciclette.
- In questa vita non si sa mai chi inganna e chi è ingannato, -disse lei.
- E se non lo paro? – domando el Gato.
- Allora vuol dire che non mi vuoi bene, - rispose la rubia, e tornarono in paese.
La domenica del rigore partirono dal circolo venti camion carichi di gente, ma la polizia li bloccò all’ingresso del paese e dovettero fermarsi accanto alla strada, ad aspettare sotto il sole. A quei tempi e in quel posto non c’erano né televisori né stazioni radio né qualche altro mezzo per seguire cosa succedeva su un campo chiuso, così quelli dell’Estrella Polar predisposero una specie di staffetta tra lo stadio e la strada.
Il garzone del ciclista salì su un tetto da dove si vedeva la porta di Gato Dìaz e da lì avrebbe raccontato quello che vedeva a un altro ragazzo che stava sul marciapiede e che a sua volta lo avrebbe riferito a un altro che stava a venti metri e così via finché ogni particolare sarebbe arrivato al punto in cui aspettavano i tifosi dell’Estrella Polar.
Alle tre del pomeriggio le due squadre scesero in campo vestite come se dovessero giocare una vera partita. Herminio Silva aveva la divisa nera, scolorita ma in ordine quando tutti furono schierati a centrocampo andò dritto verso el Colo Rivero che gli aveva dato il pugno la domenica prima e lo espulse. Non era ancora stato inventato il cartellino rosso e Herminio indicava la bocca del tunnel con mano ferma da cui pendeva il fischietto.
Alla fine, la polizia portò via a spintoni el Colo che sarebbe voluto rimanere a vedere il rigore. Allora l’arbitro andò fino alla porta con la palla stretta contro un fianco, contò dodici passi e la sistemò a terra. El Gato Dìaz si era pettinato con la brillantina e la testa gli risplendeva come una pentola di alluminio.
Noi lo osservavamo appoggiati contro il muretto che circondava il campo, proprio dietro la porta, e quando si dispose sulla riga di calce e prese a strofinarsi le mani nude cominciammo a scommettere su quale lato avrebbe scelto Constante Gauna.
Lungo la strada avevano interrotto la circolazione e tutti aspettavano quell’istante perché erano dieci anni che il Deportivo Belgrano non perdeva una coppa né un campionato. Anche i poliziotti volevano sapere, e così lasciarono che la catena di staffette si dislocasse lungo tre chilometri e le notizie correvano di bocca ritmate dalle contrazioni del fiatone.
Alle tre e mezza, quando Herminio Silva ebbe ottenuto che i dirigenti delle due squadre, gli allenatori e le forze vive del popolo abbandonassero il campo, Constante Gauna si avvicinò per sistemare la palla. Era magro e muscoloso e aveva le sopracciglia tanto folte che la faccia ne sembrava tagliata in due. Aveva tirato tante volte quel rigore – raccontò poi – che lo avrebbe rifatto in ogni momento della
sua vita, sveglio o addormentato.
Alle quattro meno un quarto, Herminio Silva si dispose a metà strada tra la porta e il pallone, portò il fischietto alla bocca e soffiò con tutte le sue forze. Era così nervoso e il sole gli aveva tanto martellato sulla nuca che quando il pallone partì in direzione della porta sentì gli occhi rovesciarglisi all’indietro e cadde di spalle schiumando dalla bocca. Dìaz fece un passo in avanti e si buttò sulla destra.
Il pallone partì roteando su se stesso verso il centro della porta e Constante Gauna indovinò subito che le gambe del Gato Dìaz sarebbero riuscite a deviarlo di lato. El Gato pensò al ballo della sera, alla gloria tardiva, al fatto che qualcuno sarebbe dovuto accorrere per mettere in corner il pallone che era rimasto a rotolare in area.
El petiso Mirabelli arrivò per primo e la mise fuori, contro la rete metallica, ma Herminio Silva non poteva vederlo perché stava a terra, si rotolava in preda a un attacco di epilessia. Quando tutta l’Estrella Polar si rovesciò sopra al Gato Dìaz per festeggiare, il guardalinee corse verso Herminio Silva con la bandierina alzata e dal muretto su cui eravamo seduti lo sentimmo gridare : “Non vale! Non vale!”
La notizia corse di bocca in bocca, gioiosa. La respinta del Gato e lo svenimento dell’arbitro. A quel punto sulla strada tutti aprirono damigiane di vino e cominciarono a festeggiare, sebbene il “non vale” continuasse ad arrivare balbettato dai messaggeri con una smorfia attonita.
Fino a quando Herminio Silva non si fu rimesso in piedi, sconvolto dall’attacco, non arrivò la risposta definitiva. Come prima cosa volle sapere “che è successo” e quando glielo raccontarono scosse la testa e disse che bisognava tirare di nuovo perché lui non era stato presente e il regolamento prescrive che la partita non si possa giocare con un arbitro svenuto. Allora el Gato Dìaz allontanò quelli che volevano pestare il venditore di biglietti della lotteria al Deportivo Belgrano e disse che bisognava sbrigarsi perché la sera aveva un appuntamento e una promessa e andò di nuovo a mettersi in porta.
Constante Gauna non doveva avere molta fiducia in se stesso perché propose a Padìn di tirare e solo dopo andò vero la palla mentre il guardalinee aiutava Herminio a stare in piedi. Fuori si sentivano strombazzamenti festosi dei tifosi del Deportivo Belgrano e i giocatori dell’Estrella Polar cominciarono a ritirarsi dal campo
circondati dalla polizia.
Il tiro arrivò a sinistra e el Gato Dìaz si buttò nella stessa direzione con un’eleganza e una sicurezza che non mostrò mai più. Constante Gauna alzò gli occhi al cielo e cominciò a piangere. Noi saltammo giù dal muretto e andammo a guardare da vicino Dìaz, il vecchio, che rimirava il pallone che aveva tra le mani come se avesse estratto la pallina vincente alla lotteria.
Due anni dopo, quando el Gato era ormai un rudere e io ero un giovanotto insolente, me lo trovai ancora di fronte, a dodici passi di distanza, e lo vidi immenso, rannicchiato sulla punta dei piedi, con le dita aperte e lunghe. Aveva al dito una fede che non era della bionda ma della sorella del Colo Rivero, india e vecchia come lui.
Evitai di guardarlo negli occhi e cambiai piede; poi tirai di sinistro, basso, sapendo che non l’avrebbe parato perché era molto rigido e portava il peso della gloria. Quando andai a prendere il pallone nella porta, si stava rialzando come un cane bastonato.
- Bene, ragazzo – mi disse. – Un giorno andrai in giro da queste parti a raccontare che hai segnato un goal a Gato Dìaz, ma nessuno ti crederà.
Osvaldo Soriano
Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.
Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían.
En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria. A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.
Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.
Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos.
Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera.
Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.
El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.
El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.
Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado
de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.
Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:
- Constante los tira a la derecha.
- Siempre - dijo el presidente del club.
- Pero él sabe que yo sé.
- Entonces estamos jodidos.
- Sí, pero yo sé que él sabe - dijo el Gato.
- Entonces tírate a la izquierda y listo - dijo uno de los que estaban en la mesa.
- No. El sabe que yo sé que él sabe - dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
-El Gato esta cada vez más raro - dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.
El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
- ¿Lo vas a atajar? - le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
- No sé. ¿Qué me cambia eso? - preguntó.
- Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
- Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer - dijo y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.
- Pobre tipo - dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.
A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.
- ¿Y yo cómo sé? - dijo él.
- ¿Cómo sabés qué?
- Si me tengo que tirar para ese lado.
La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
- En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién - dijo ella.
- ¿Y si no lo atajo? -preguntó él.
Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.
Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces - contó después - que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.
El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”.
La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.
El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él.
Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.
-Bien, pibe - me dijo. - Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.
Osvaldo Soriano
Il rigore più fantastico di cui io abbia notizia è stato tirato nel 1958 in un posto sperduto di Valle de Rìo Negro, una domenica pomeriggio in uno stadio vuoto. Estrella Polar era un circolo con i biliardi e i tavolini per il gioco delle carte, un ritrovo da ubriachi lungo una strada di terra che finiva sulla sponda del fiume. Aveva una squadra di calcio che partecipava al campionato di Valle perché di domenica non c’era altro da fare e il vento portava con sé la sabbia delle dune e il polline delle fattorie.
I giocatori erano sempre gli stessi, o i fratelli degli stessi. Quando avevo quindici anni, loro ne avevano trenta e a me sembravano vecchissimi. Dìaz, il portiere, ne aveva quasi quaranta e i capelli bianchi che gli ricadevano sulla fronte da indio arcuano. Alla coppa partecipavano sedici squadre e l’Estrella Polar finiva sempre dopo il decimo posto. Cedo che nel 1957 si fossero piazzati al tredicesimo e tornavano a casa cantando, con la maglia rossa ben ripiegata nella
borsa perché era l’unica che avessero.
Nel 1958 avevano cominciato a vincere per uno a zero con l’Escudo Cileno, un’altra squadra miseranda. Nessuno ci badò. Invece, un mese dopo, quando avevano vinto quattro partite di seguito ed erano in testa al torneo, nei dodici paesi di Valle si cominciò a parlare di loro.
Le vittorie erano state tutte per un solo goal, ma bastavano a far rimanere il Deportivo Belgrano, l’eterno campione, la squadra di Padìn, di Constante Gauna e di Tata Cardiles, al secondo posto, con un punto di distacco. Si parlava dell’Estrella Polar a scuola, sull’autobus, in piazza, ma nessuno immaginava ancora che alla fine
dell’autunno avrebbero avuto ventidue punti contro i ventuno dei nostri.
I campi si riempivano per vederli finalmente perdere. Erano lenti come somari e pesanti come armadi ma marcavano a uomo e gridavano come maiali quando non avevano la palla. L’allenatore, uno vestito di nero, con baffetti sottili, un neo sulla fronte e mozzicone spento tra le labbra, correva lungo la linea laterale e li incitava con una verga di vimini quando gli passavano vicino. Il pubblico ci si divertiva e noi, che giocavamo di sabato perché eravamo più piccoli, non riuscivamo a
spiegarci come potessero vincere se giocavano così male.
Davano e ricevevano colpi con tale lealtà e con tale entusiasmo che dovevano appoggiarsi gli uni agli altri per uscire dal campo mentre la gente li applaudiva per l’uno a zero e porgeva loro bottiglie di vino rinfrescate sotto la terra umida. La sera facevano festa nel postribolo di Santa Ana e la Gorda Zulema si lamentava perché mangiavano le poche cose che conservava nella ghiacciaia.
Erano diventati l’attrazione del paese e a loro tutto era consentito. I vecchi li raccoglievano nei bar quando bevevano troppo e cominciavano ad attaccar briga; i commercianti li omaggiavano di qualche giocattolo e di caramelle per i bambini e al cinema le ragazze accettavano carezze al di sopra delle ginocchia. Fuori dal paese,
nessuno li prendeva sul serio, neppure quando avevano vinto con l’Atletico San Martìn per due a uno.
Nel pieno dell’euforia furono sconfitti come tutti quanti a Barda del Medio e sul finire dell’andata persero il primo posto quando il Deportivo Belgrano li sistemò con sette goal. Tutti credemmo, allora, che la normalità fosse stata ristabilita.
Ma la domenica dopo vinsero per uno a zero e continuarono nella loro litania di laboriose, orrende vittorie e arrivarono alla primavera con un solo punto in meno rispetto al campione.
L’ultimo scontro divenne storico a causa del rigore. Lo stadio era tutto esaurito e lo erano anche i tetti delle case vicine e il paese intero aspettava che il Deportivo Belgrano, giocando in casa, replicasse almeno i sette goal dell’andata. Il giorno era fresco e assolato e le mele cominciavano a colorirsi sugli alberi. L’Estrella Polar aveva portato oltre cinquecento tifosi che presero d’assalto la tribuna e i pompieri dovettero tirar fuori gli idranti per farli stare calmi.
L’arbitro che fischiò il rigore era Herminio Silva, un epilettico che vendeva biglietti della lotteria nel circolo locale e tutti quanti capirono che si stava giocando il lavoro quando al quarantesimo del secondo tempo si era ancora sull’uno a uno e non aveva fischiato la massima punizione, anche se quelli del Deportivo Belgrano entravano a tuffo nell’area dell’Estrella Polar e facevano capriole e salti
mortali per impressionarli. Sul pareggio la squadra locale era campione e Herminio Silva voleva conservare il rispetto di sé e non concedeva il rigore perché non c’era fallo.
Ma al quarantaduesimo rimanemmo tutti a bocca aperta quando la mezz’ala sinistra dell’Estrella Polar infilò una punizione da molto lontano e portò la squadra ospite sul due a uno. Allora sì che Herminio Silva pensò al suo lavoro e allungò la partita fino a quando Padìn entrò in area e appena gli si avvicinò un difensore fischiò.
Fece uscire dal fischietto un suono stridulo, imponente e indicò il punto del rigore. All’epoca, il luogo dell’esecuzione non era indicato con il dischetto bianco e bisognava contare dodici passi da uomo. Herminio Silva non riuscì nemmeno a raccogliere il pallone perché l’ala destra dell’Estrella Polar, Rivero, detto el Colo, lo stese con un pugno sul naso. La rissa fu così lunga che scese la sera e non ci fu modo di sgomberare il campo né di risvegliare Herminio Silva. Il Commissario, con una lanterna accesa, sospese la partita e diede ordine di sparare in aria. Quella sera il comando militare decretò lo stato di emergenza, o qualcosa del genere, e fece preparare un treno per allontanare dal paese tutti quelli che non sembravano del posto.
Secondo il tribunale della Lega, che venne riunito il martedì seguente, si dovevano giocare ancora venti secondi a partire dall’esecuzione del calcio di rigore, e quel match privato tra Constante Gauna, il cannoniere, e el Gato Dìaz in porta, avrebbe avuto luogo la domenica dopo, sullo stesso campo, a cancelli chiusi. Così quel rigore durò una settimana ed è, se nessuno mi dimostra il contrario, il più lungo della storia. Mercoledì marinammo la scuola e andammo nel paese vicino a curiosare. Il circolo era chiuso e tutti gli uomini si erano riuniti sul campo, tra le dune. Avevano formato una lunga fila per battere i rigori contro el Gato Dìaz e l’allenatore con il vestito nero e il neo sulla fronte cercava di spiegare loro che quello non era il modo migliore di mettere alla prova il portiere.
Alla fine, tutti tirarono il loro rigore e el Gato ne parò parecchi perché li battevano con ciabatte e scarpe da passeggio. Un soldato bassino, taciturno, che stava in fila, sparò un tiro con la punta dell’anfibio militare che quasi sradica la rete. Sul far della sera tornarono in paese, aprirono il circolo e si misero a giocare a carte. Dìaz rimase tuta la sera senza parlare, gettando all’indietro i capelli bianchi e duri finché dopo mangiato s’infilò lo stuzzicadenti in bocca e disse:
– Constante li tira a destra.
- Sempre, -disse il presidente della squadra.
- Ma lui sa che io so.
- Allora siamo fottuti.
- Sì, ma io so che lui sa, – disse el Gato.
- Allora buttati subito a sinistra, – disse uno di quelli che erano seduti a tavola.
- No. Lui sa che io so che lui sa, – disse el Gato Dìaz e si alzò per andare a dormire.
- El Gato è sempre più strano, – disse il presidente della squadra nel vederlo uscire pensieroso, camminando piano.
Martedì non andò all’allenamento e nemmeno mercoledì. Giovedì, quando lo trovarono che camminava sui binari del treno, parlava da solo e lo seguiva un cane dalla coda mozzata.
- Lo pari? – gli domandò, ansioso, il garzone del ciclista.
- Non lo so. Che cosa cambia, per me? – domandò.
- Che ci consacriamo tutti, Gato. Glielo diamo nel culo a quelle checche del Belgrano.
- Io mi consacro quando la rubia Ferriera mi dirà che mi vuole bene, - disse e fischiò al cane per tornarsene a casa.
Venerdì la bionda Ferreira badava come sempre alla merceria quando il sindaco entrò con un mazzo di fiori e con un sorriso largo quanto un’anguria aperta.
- Questi te li manda el Gato Dìaz e fino a giovedì tu devi dire che è il tuo fidanzato.
- Poveretto, – disse la donna con una smorfia e nemmeno li guardò, quei fiori che erano arrivati da Neuquén con l’autobus delle dieci e mezza.
La sera andarono al cinema insieme. Nell’intervallo, el Gato uscì nell’atrio per fumare e la rubia Ferreira rimase sola nella penombra, con la borsa sulla gonna, a leggere cento volte il programma senza alzare lo sguardo.
Sabato pomeriggio el Gato Dìaz chiese in prestito due biciclette e andarono a fare una passeggiata sulla riva del fiume. Mentre iniziava il pomeriggio cercò di baciarla ma lei girò la faccia e disse che forse gliel’avrebbe permesso domenica sera, se parava il rigore, al ballo.
- E io come faccio a saperlo? – disse lui.
- A sapere cosa?
- Se mi devo buttare da quella parte.
La rubia Ferreira lo prese per mano e lo portò fino al posto in cui avevano lasciato le biciclette.
- In questa vita non si sa mai chi inganna e chi è ingannato, -disse lei.
- E se non lo paro? – domando el Gato.
- Allora vuol dire che non mi vuoi bene, - rispose la rubia, e tornarono in paese.
La domenica del rigore partirono dal circolo venti camion carichi di gente, ma la polizia li bloccò all’ingresso del paese e dovettero fermarsi accanto alla strada, ad aspettare sotto il sole. A quei tempi e in quel posto non c’erano né televisori né stazioni radio né qualche altro mezzo per seguire cosa succedeva su un campo chiuso, così quelli dell’Estrella Polar predisposero una specie di staffetta tra lo stadio e la strada.
Il garzone del ciclista salì su un tetto da dove si vedeva la porta di Gato Dìaz e da lì avrebbe raccontato quello che vedeva a un altro ragazzo che stava sul marciapiede e che a sua volta lo avrebbe riferito a un altro che stava a venti metri e così via finché ogni particolare sarebbe arrivato al punto in cui aspettavano i tifosi dell’Estrella Polar.
Alle tre del pomeriggio le due squadre scesero in campo vestite come se dovessero giocare una vera partita. Herminio Silva aveva la divisa nera, scolorita ma in ordine quando tutti furono schierati a centrocampo andò dritto verso el Colo Rivero che gli aveva dato il pugno la domenica prima e lo espulse. Non era ancora stato inventato il cartellino rosso e Herminio indicava la bocca del tunnel con mano ferma da cui pendeva il fischietto.
Alla fine, la polizia portò via a spintoni el Colo che sarebbe voluto rimanere a vedere il rigore. Allora l’arbitro andò fino alla porta con la palla stretta contro un fianco, contò dodici passi e la sistemò a terra. El Gato Dìaz si era pettinato con la brillantina e la testa gli risplendeva come una pentola di alluminio.
Noi lo osservavamo appoggiati contro il muretto che circondava il campo, proprio dietro la porta, e quando si dispose sulla riga di calce e prese a strofinarsi le mani nude cominciammo a scommettere su quale lato avrebbe scelto Constante Gauna.
Lungo la strada avevano interrotto la circolazione e tutti aspettavano quell’istante perché erano dieci anni che il Deportivo Belgrano non perdeva una coppa né un campionato. Anche i poliziotti volevano sapere, e così lasciarono che la catena di staffette si dislocasse lungo tre chilometri e le notizie correvano di bocca ritmate dalle contrazioni del fiatone.
Alle tre e mezza, quando Herminio Silva ebbe ottenuto che i dirigenti delle due squadre, gli allenatori e le forze vive del popolo abbandonassero il campo, Constante Gauna si avvicinò per sistemare la palla. Era magro e muscoloso e aveva le sopracciglia tanto folte che la faccia ne sembrava tagliata in due. Aveva tirato tante volte quel rigore – raccontò poi – che lo avrebbe rifatto in ogni momento della
sua vita, sveglio o addormentato.
Alle quattro meno un quarto, Herminio Silva si dispose a metà strada tra la porta e il pallone, portò il fischietto alla bocca e soffiò con tutte le sue forze. Era così nervoso e il sole gli aveva tanto martellato sulla nuca che quando il pallone partì in direzione della porta sentì gli occhi rovesciarglisi all’indietro e cadde di spalle schiumando dalla bocca. Dìaz fece un passo in avanti e si buttò sulla destra.
Il pallone partì roteando su se stesso verso il centro della porta e Constante Gauna indovinò subito che le gambe del Gato Dìaz sarebbero riuscite a deviarlo di lato. El Gato pensò al ballo della sera, alla gloria tardiva, al fatto che qualcuno sarebbe dovuto accorrere per mettere in corner il pallone che era rimasto a rotolare in area.
El petiso Mirabelli arrivò per primo e la mise fuori, contro la rete metallica, ma Herminio Silva non poteva vederlo perché stava a terra, si rotolava in preda a un attacco di epilessia. Quando tutta l’Estrella Polar si rovesciò sopra al Gato Dìaz per festeggiare, il guardalinee corse verso Herminio Silva con la bandierina alzata e dal muretto su cui eravamo seduti lo sentimmo gridare : “Non vale! Non vale!”
La notizia corse di bocca in bocca, gioiosa. La respinta del Gato e lo svenimento dell’arbitro. A quel punto sulla strada tutti aprirono damigiane di vino e cominciarono a festeggiare, sebbene il “non vale” continuasse ad arrivare balbettato dai messaggeri con una smorfia attonita.
Fino a quando Herminio Silva non si fu rimesso in piedi, sconvolto dall’attacco, non arrivò la risposta definitiva. Come prima cosa volle sapere “che è successo” e quando glielo raccontarono scosse la testa e disse che bisognava tirare di nuovo perché lui non era stato presente e il regolamento prescrive che la partita non si possa giocare con un arbitro svenuto. Allora el Gato Dìaz allontanò quelli che volevano pestare il venditore di biglietti della lotteria al Deportivo Belgrano e disse che bisognava sbrigarsi perché la sera aveva un appuntamento e una promessa e andò di nuovo a mettersi in porta.
Constante Gauna non doveva avere molta fiducia in se stesso perché propose a Padìn di tirare e solo dopo andò vero la palla mentre il guardalinee aiutava Herminio a stare in piedi. Fuori si sentivano strombazzamenti festosi dei tifosi del Deportivo Belgrano e i giocatori dell’Estrella Polar cominciarono a ritirarsi dal campo
circondati dalla polizia.
Il tiro arrivò a sinistra e el Gato Dìaz si buttò nella stessa direzione con un’eleganza e una sicurezza che non mostrò mai più. Constante Gauna alzò gli occhi al cielo e cominciò a piangere. Noi saltammo giù dal muretto e andammo a guardare da vicino Dìaz, il vecchio, che rimirava il pallone che aveva tra le mani come se avesse estratto la pallina vincente alla lotteria.
Due anni dopo, quando el Gato era ormai un rudere e io ero un giovanotto insolente, me lo trovai ancora di fronte, a dodici passi di distanza, e lo vidi immenso, rannicchiato sulla punta dei piedi, con le dita aperte e lunghe. Aveva al dito una fede che non era della bionda ma della sorella del Colo Rivero, india e vecchia come lui.
Evitai di guardarlo negli occhi e cambiai piede; poi tirai di sinistro, basso, sapendo che non l’avrebbe parato perché era molto rigido e portava il peso della gloria. Quando andai a prendere il pallone nella porta, si stava rialzando come un cane bastonato.
- Bene, ragazzo – mi disse. – Un giorno andrai in giro da queste parti a raccontare che hai segnato un goal a Gato Dìaz, ma nessuno ti crederà.
Osvaldo Soriano
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