Fútbolerias (primera parte)







El fútbol

La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.
En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohibe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.

¿El opio de los pueblos?

¿En qué se parece el fútbol a Dios?. En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que el tienen muchos intelectuales.
En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de "las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan". Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencias sobre le tema de la inmortalidad
el mismo día, y a la misma hora, en la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del '78.
El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere.
En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase.
Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata nacieron los primeros clubes populares, organizados en los talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta maquinación de la burguesía destinada a evitar la huelgas y enmascarar las contradicciones sociales. La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos.
Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia. Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió "este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre".

La pelota como bandera

En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán inglés se lanzó al asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del parapeto que lo protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra las trincheras alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió. El capitán murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó aquella tierra de nadie y pudo celebrar la batalla como la primera victoria del fútbol inglés en el frente de guerra.
Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del club Milan ganó las elecciones italianas con una consigna, Forza Italia!, que provenía de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que salvaría a Italia como había salvado al Milan, el superequipo campeón de todo, y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la ruina.
El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La escuadra italiana ganó los mundiales del '34 y del '38 en nombre de la patria y de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida.
También para los nazis, el fútbol era una cuestión de Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev de 1942. En plena ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a una selección de Hitler en el estadio local. Le habían advertido: "Si ganan mueren."
Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido.
Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia y Paraguay se aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un desierto pedazo de mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que jugó en varias ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero para atender a los heridos de ambos bandos en el campo de batalla.
Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos peregrinos fueron símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general Franco, del brazo de Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española, una selección vasca recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos en Estados Unidos y en México. El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia y a otros países con la misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la defensa. Simultáneamente, el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría el año 1937, y ya el presidente del club Barcelona había caído bajo las balas franquistas. Ambos equipos encarnaron, en los campos de fútbol y también fuera de ellos, a la democracia acosada.
Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante la guerra. De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse al fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el club España, que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi, Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en 1939. En el primer partido metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo, donde también brilló Angel Zubieta, que había jugado en la línea media de Euzkadi. Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945 en el campeonato local.
El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó en el mundo entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro copas de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable embajada ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas de triunfo más eficaces que el himno Cara al sol. En 1959, uno de los jefes del régimen, José Solís, pronunció un discurso de gratitud ante los jugadores, "porque gente que antes nos odiaba, ahora nos comprende gracias a vosotros". Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía la virtudes de la Raza, aunque su famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera. En ella brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial, el uruguayo Santamaría y el húngaro Puskas.
A Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes demoledoras de su pierna izquierda, que también sabía ser un guante. Otros húngaros, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio anterior. Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos. El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran cabeceador. Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus goles. Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill.
En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el exilio, lo que le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA. Después, la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor, Kocsis y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección popular.
En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó una selección de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios. Integraban su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban profesionalmente en el fútbol francés.
Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consiguió jugar con Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia, organizados por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este de Europa. La FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol francés castigó a esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por contrato, ellos nunca más podrían volver a la actividad profesional.
Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol francés no tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus tribunas añoraban.

El estadio

Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie. En Wembley suena todavía el griterío del Mundial del 66, que ganó Inglaterra, pero aguzando el oído puede usted escuchar gemidos que vienen del 53, cuando los húngaros golearon a la selección inglesa. El Estadio Centenario, de Montevideo, suspira de nostalgia por las glorias del fútbol uruguayo. Maracaná sigue llorando la derrota brasileña en el Mundial del 50. En la Bombonera de Buenos Aires, trepidan tambores de hace medio siglo. Desde las profundidades del estadio Azteca, resuenan los ecos de los cánticos ceremoniales del antiguo juego mexicano de pelota. Habla en catalán el cemento del Camp Nou, en Barcelona, y en euskera conversan las gradas de San Mamés, en Bilbao. En Milán, el fantasma de Giuseppe Meazza mete goles que hacen vibrar al estadio que lleva su nombre. La final del Mundial del 74, que ganó Alemania, se juega día tras día y noche tras noche en el Estadio Olímpico de Munich. El estadio del rey Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas, pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.

El hincha

Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.
Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno.
Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovaci ón y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.
Rara vez el hincha dice: "hoy juega mi club". Más bien dice: "Hoy jugamos nosotros". Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que
se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.

El fanático

El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.
El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso
ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.
En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

El jugador

Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina. El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo.
Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar. Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.
En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:
"Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada."
"¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero."
O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.

El arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.
Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.
Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.
Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.
Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda
los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

El gol

El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna. Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.
El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre goooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.

El ídolo

Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota.
Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación.
La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.
"¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!"
La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.
Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista una bestia:
"¡Con la herradura no!"
La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor:
"¡Momia!"
A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.

El mejor negocio del planeta

Al sur del mundo, éste es el itinerario del jugador con buenas piernas y buena suerte: de su pueblo pasa a una ciudad del interior; de la ciudad del interior pasa a un club chico de la capital del país; en la capital, el club chico no tiene más remedio que venderlo a un club grande; el club grande, asfixiado por las deudas, lo vende a otro club más grande de un país más grande; y finalmente el jugador corona su carrera en Europa.

El director técnico

Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a convertirse en disciplinados atletas.
El entrenador decía: "Vamos a jugar".
El técnico dice: "Vamos a trabajar".
Ahora se habla en números. El viaje desde la osadía hacia el miedo, historia del fútbol en el siglo veinte, es un tránsito desde el 2-3-5 hacia el 5-4-1. pasando por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier profano es capaz de traducir eso, con un poco de ayuda, pero después, no hay quien pueda. A partir de allí, el director técnico desarrolla fórmulas misteriosas como la sagrada concepción de Jes ús, y con ellas elabora esquemas tácticos más indescifrables que la Santísima Trinidad.
Del viejo pizarrón a las pantallas electrónicas; ahora las jugadas magistrales se dibujan en una computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones rara vez se ven, después, en los partidos que la televisión transmite. Más bien la televisión se complace exhibiendo la crispación en el rostro del técnico, y lo muestra mordiéndose los puños o gritando orientaciones que darían vuelta al partido si alguien pudiera entenderlas.
Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando el encuentro termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias, aunque formula admirables explicaciones de sus derrotas:
Las instrucciones eran claras, pero no fueron escuchadas, dice, cuando el equipo pierde por goleada ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza en sí mismo, hablando en tercera persona más o menos así: "Los reveses sufridos no empañan la conquista de una claridad conceptual que el técnico ha caracterizado como una síntesis de muchos sacrificios necesarios para llegar a la eficacia".
La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de consumo. Hoy el público le grita:
¡No te mueras nunca!
Y el Domingo que viene lo invita a morirse. El cree que el futbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes y el aguante de Gandhi.

El árbitro

El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
A veces, raras veces, alguna decisión del arbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.

El fútbol criollo

Fue un proceso imparable. Como el tango, el futbol crecio desde los suburbios. [...] Lindo viaje habia hecho el futbol: habia sido organizado en los colegios y universidades inglesas, y en America del Sur alegraba la vida de gente que nunca habia pisado una escuela.
En las canchas de Buenos Aires y de Montevideo, nacia un estilo. Una manera propia de jugar al futbol iba abriendose paso, mientras una manera propia de bailar se afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines dibujaban filigranas, floreandose en una sola baldoza, y los futbolistas inventaban su lenguaje en el minusculo espacio donde la pelota no era pateada sino retenida y poseida, como si los pies fueran manos trenzando el cuero. Y en los pies de los primeros virtuosos criollos, nacio el toque: la pelota tocada como si fuera guitarra, fuente de musica.
Simultaneamente, el futbol se tropicalizaba en Rio de Janeiro y San Pablo. Eran los pobres quienes lo enriquecian, mientras lo expropiaban. Este deporte extranjero se hacia brasileno a medida que dejaba de ser el privilegio de unos pocos jovenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la energia creadora del pueblo que lo descubria. Y asi nacia el futbol mas hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venian de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades.

El lenguaje de los doctores del fútbol

Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está exigiendo análisis más profundos y detallados y sin incurrir en ambigüedades que han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de la afición deportiva.
Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad atribuyendo el revés del once locatario a la discreta performance de sus jugadores, pero la excesiva lentitud que indudablemente mostraron en la jornada de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado no justifica de ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera, semejante descalificación generalizada y por lo tanto injusta. No, no y no. El conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí en nuestro querido país y en los escenarios del deporte internacional e incluso mundial, donde hemos sido convocados a cumplir nuestra modesta función. Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre: el éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego de este esforzado equipo porque lisa y llanamente sigue siendo incapaz de canalizar adecuadamente sus espectativas de una mayor proyección ofensiva hacia el ámbito de la valla rival. Ya lo decíamos el Domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente alta y sin pelos en la lengua, porque siempre hemos llamado al pan pan y al vino vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos les duela, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.

El Mundial del 30

Un terremoto sacudía el sur de Italia enterrando a mil quinientos napolitanos, Marlene Dietrich interpretaba El ángel azul, Stalin culminaba su usurpación de la revolución rusa, se suicidaba el poeta Vladimir Maiakovski. Los ingleses arrojaban a la cárcel a Mahatma Gandhi, que exigía la independencia y queriendo patria había paralizado a la India, mientras bajo las mismas banderas Augusto César Sandino alzaba a los campesinos de Nicaragua en las otras Indias, las nuestras, y los marines norteamericanos intentaban vencerlo por hambre incendiando las siembras.
En los Estados Unidos había quien bailaba el reciente boogie-woogie, pero la euforia de los locos años 20 había sido noqueada por los feroces golpes de la crisis del 29. La bolsa de Nueva York había caído a pique y en derrumbe había volteado los precios internacionales y estaba arrastrando al abismo a varios gobiernos latinoamericanos. En el despeñadero de la crisis mundial, la ruina del precio del estaño tumbaba al presidente Hernando Siles, en Bolivia, y colocaba en su lugar a un general, mientras el desplome de los precios de la carne y el trigo derribaban al presidente Hipólito Yrigoyen, en la Argentina, y en su lugar instalaba a otro general. En la República Dominicana, la caída del precio de la azúcar habría el largo ciclo de la dictadura del también general Rafael Leónidas Trujillo, que inauguraba su poder bautizando con su nombre a la capital y al puerto.
En el Uruguay, el Golpe de Estado iba a estallar tres años después. En 1930, el país sólo tenía ojos y oídos para el primer Campeonato Mundial de Fútbol. Las victorias uruguayas en las dos últimas olimpíadas, disputadas en Europa, habían convertido al Uruguay en el inevitable anfitrión del primer torneo.
Doce naciones llegaron al puerto de Montevideo. Toda Europa estaba invitada, pero sólo cuatro seleccionados europeos atravesaron el océano hacia estas playas del sur: "Eso está muy lejos de todo" decían en Europa "y el pasaje sale caro."
Un barco trajo desde Francia el trofeo Jules Rimet, acompañado por el propio don Jules, presidente de la FIFA, y por la selección francesa de fútbol, que vino a regañadientes.
Uruguay estrenó con bombos y platillos un monumental escenario construido en ocho meses. El estadio se llamó Centenario, para celebrar el cumpleaños de la Constitución que un siglo antes había negado los derechos civiles a las mujeres, a los analfabetos y a los pobres. En las tribunas no cabía un alfiler cuando Uruguay y Argentina disputaron la final del campeonato. El estadio era un mar de sombreros de paja. También los fotógrafos usaban sombreros, y cámaras con trípode. Los arqueros llevaban gorras y el juez lucía un bombachudo negro que le cubría las rodillas.
La final del Mundial del 30 no mereció más que una columna de veinte líneas en el diario italiano La Gazzetta dello Sport. Al fin y al cabo, se estaba repitiendo la historia de las Olimpíadas de Amsterdam, en 1928; los dos países del río de la Plata ofendían a Europa mostrando dónde estaba el mejor fútbol del mundo.
Como en el 28, Argentina quedó en segundo lugar. Uruguay, que iba perdiendo 2 a 1 en el primer tiempo, acabó ganando 4 a 2 y de consagró campeón. Para arbitrar la final, el belga John Langenus había exigido un seguro de vida, pero no ocurrió nada más grave que algunas trifulcas en las gradas. Después, un gentío apedreó el consulado uruguayo en Buenos Aires.
El tercer lugar del campeonato correspondió a los Estados unidos, que contaban en sus filas con unos cuantos jugadores escoceses recién nacionalizados, y el cuarto puesto fue para Yugoslavia. Ni un solo partido terminó empatado. El argentino Stábile encabezó la lista de goleadores, con ocho tantos, seguido por el uruguayo Cea, con cinco. El francés Louis Laurent hizo el primer gol de las historia de los mundiales, jugando contra México.

Las Fuerzas Ocultas

Un jugador uruguayo, Adhemar Canavessi, se sacrifico para conjurar el daño de su propia presencia en la final de la Olimpiada del 28, en Amsterdam. Uruguay iba a disputar esa final contra Argentina. Canavessi decidio quedarse en el hotel y se bajo del autobus que llevaba a los jugadores al estadio. Todas las veces que el habia enfrentado a los argentinos, la seleccion uruguaya habia perdido, y en la ultima ocasion el habia tenido la mala pata de hacerse un gol en contra. En el partido de Amsterdam, sin Canavessi, Uruguay gano.
El dia anterior, Carlos Gardel habia cantado para los jugadores argentinos en el hotel donde se hospedaban. Para darles suerte, habia estrenado un tango llamado Dandy. Dos anos despues, se repitio la historia: Gardel volvio a cantar Dandy deseando exito a la seleccion argentina. Esa segunda vez fue en visperas de la final del Mundial del 30, que tambien gano Uruguay.
Muchos juran que la intencion estaba fuera de toda sospecha, pero mas de uno cree que ahi tenemos la prueba de que Gardel era uruguayo.

El Mundial del 34

Johnny Weissmüller lanzaba su primer aullido de Tarzán, el primer desodorante industrial aparecía en el mercado, la policía de Louisiana acribillaba a balazos a Bonnie and Clyde. Bolivia y Paraguay, los dos países más pobres de América del Sur, se desangraban disputando el petróleo del Chaco en nombre de la Standard Oil y la Shell. Sandino, que había vencido a los marines en Nicaragua, caía acribillado en una emboscada y Somoza, el asesino, iniciaba su dinastía. Mao desataba la larga marcha de la revolución en los campos de China. En Alemania, Hitler se consagraba Führer del Tercer Reich y promulgaba la ley en defensa de la raza aria, que obligaba a esterilizar a los enfermos hereditarios y a los criminales, mientras que Mussolini inauguraba, en Italia, el segundo Campeonato Mundial de Fútbol. Los carteles del campeonato mostraban un hércules que hacía el saludo fascista con una pelota a sus pies. El Mundial del 34 en Roma fue, para il Duce, una gran operación de propaganda. Mussolini asistió a todos los partidos desde el palco de honor, el mentón alzado hacia las tribunas repletas de camisas negras, y los once jugadores del equipo italiano le dedicaron sus victorias con la palma extendida. Pero el camino hacia el título no resultó fácil. El partido entre Italia y España fue el más triturador de la historia de los mundiales: la batalla duró 210 minutos y terminó al día siguiente, cuando varios jugadores habían quedado fuera de combate por las heridas de guerra o porque ya no daban más. Ganó Italia, sin cuatro de sus jugadores titulares. España terminó con siete titulares menos. Entre los españoles lastimados, estaban los dos mejores: el atacante Lángara y el arquero Zamora, el que hipnotizaba en el área.
En el estadio del partido Nacional Fascista, Italia disputó contra Checoslovaquia la final del campeonato. Ganó en el alargue, 2 a 1. Dos jugadores argentinos, recién nacionalizados italianos, aportaron lo suyo: Orsi metió el primer gol, gambeteando al arquero, y otro argentino,
Guaita, sirvió el pase del gol de Schiavio que brindó a Italia su primera Copa mundial.
En el 34, participaron dieciséis países: doce europeos, tres americanos y Egipto, solitario representante del resto del mundo. El campeón, Uruguay, se negó a viajar, porque Italia no había venido al primer Mundial en Montevideo.
Detrás de Italia y Checoslovaquia, Alemania y Austria ganaron el tercer y cuarto puesto. El jugador checoslovaco Nejedly fue el goleador, con cinco tantos, seguido por Conen, de Alemania, y Schiavio, de Italia, con cuatro.

El Mundial del 38

Max Theiler descubría la vacuna contra la fiebre amarilla, nacía la fotografía en colores, Walt Disney estrenaba Blancanieves, Einsestein filmaba Alejandro Nevski. El nailon, recién inventado por un profesor de Harvard, empezaba a convertirse en paracaídas y medias de mujer.
Se suicidaban los poetas argentinos Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones. Lázaro Cárdenas nacionalizaba el petróleo en México y enfrentaba el bloqueo y otras furias de las potencias occidentales. Orson Welles inventaba una invasión de los marcianos a los Estados Unidos y la transmitía por radio, para asustar incautos, mientras la Standard Oil exigía que los Estados Unidos invadieran México de verdad, para castigar el sacrilegio de Cárdenas y prevenir el mal ejemplo.
En Italia se redactaba el Manifiesto sobre la raza, empezaban los atentados antisemitas, Alemania ocupaba Austria, Hitler se dedicaba a cazar judíos y a devorar territorios. El gobierno inglés enseñaba a los ciudada nos a defenderse de los gases asfixiantes y mandaba acopiar alimentos. Franco acorralaba los últimos bastiones de la república española y el Vaticano reconocía su gobierno. Cesar Vallejo moría en París, quizás con aguacero, mientras Sartre publicaba La náusea. Y ahí, en París, donde Picasso exhibía su Guernica denunciando el tiempo de la infamia, se inauguraba el tercer Campeonato Mundial de Fútbol bajo la sombra acechante de la guerra que se venía. En el estadio de Colombes, el presidente de Francia, Albert Lebrun, dio el puntapié inicial: apuntó a la pelota, pero pegó en el suelo.
Como el anterior, éste fue un campeonato de Europa, Sólo dos países americanos, y once europeos, participaron en el Mundial del 38. La selección de Indonesia, que todavía se llamaba Indias Holandesas, llegó a París en solitaria representación de todo el resto del planeta.
Alemania incorporó cinco jugadores de la recién anexada Austria. La escuadra alemana así reforzada irrumpió dándose aires de muy imbatible, con la cruz esvástica en el pecho y toda la simbología nazi del poder, pero tropez ó y cayó ante la modesta Suiza. La derrota alemana ocurrió pocos días antes de que la supremacía aria sufriera un duro golpe en Nueva York, cuando el boxeador negro Joe Louis pulverizó al campeón germano Max Schmeling.
Italia, en cambio, repitió su campaña de la Copa anterior. En las semifinales, los azzurri derrotaron al Brasil. Hubo un penal dudoso, los brasileños protestaron envano. Como en el 34, todos los arbitros eran europeos.
Después llegó la final, que Italia disputó contra Hungría. Para Mussolini, este triunfo era una cuestión de Estado. En la víspera, los jugadores italianos recibieron, desde Roma, un telegrama de tres palabras, firmado por el jefe del fascismo: Vencer o morir. No hubo necesidad de morir, porque Italia ganó 4 a 2. Al día siguiente, los vencedores vistieron uniforme militar en la ceremonia de celebración, que el Duce presidió.
El diario La Gazzetta dello Sport exaltó entonces "la apoteosis del deporte fascista en esta victoria de la raza". Poco antes, la prensa oficial italiana había celebrado así la derrota de la selección brasileña: "Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia sobre la fuerza bruta de los negros".
La prensa internacional eligió, mientras tanto, a los mejores jugadores del torneo. Entre ellos, dos negros, Leônidas y Domingos da Guia. Leônidas fue, además, el goleador, con ocho tantos, seguido por el húngaro Zsengeller, con siete. De los goles de Leônidas, el más hermoso fue hecho contra Polonia, a pie descalzo. Leônidas había perdido el zapato, en el barro del área, bajo la lluvia torrencial.

Gol de Atilio

Fue en 1939, Nacional de Montevideo y Boca Juniors de Buenos Aires iban empatados en dos goles, y el partido estaba llegando a su fin. Los de Nacional atacaban; los de Boca, replegados, aguantaban, Entoncés Atilio García recibió la pelota, enfrentó una jungla de piernas, abrió espacio por la derecha y se tragó la cancha comiendo rivales.
Atilio estaba acostumbrado a los hachazos. Le daban con todo, sus piernas eran un mapa de cicatrices. Aquelle tarde, en el camino al gol, recibió trancazos duros de Angeletti y Suarez, y el se dio el lujo de eludirlos dos veces. Valussi le desgarró la camisa, lo agarró de un brazo y le tiró una patada y el corpulento Ibañez se le planto delante en plena carrera, pero la pelota formaba parte del cuerpo de Atilio y nadie podía parar esa tromba que volteaba jugadores como si fueran muñecos de trapo, hasta que por fin Atilio se desprendió de la pelota y su disparo tremebundo sacudió la red.
El aire olía a pólvora. Los jugadores de Boca rodearon al árbitro: le exigían que anulara el gol por las faltas que ellos habían cometido. Como el árbitro no les hizo caso, los jugadores se retiraron, indignados, de la cancha.

El Mundial del 50

Nacía la televisión en colores, las computadoras hacían mil sumas por segundo, Marilyn Monroe asomaba en Hollywood. Una película de Buñuel, Los olvidados, se imponía en Cannes. El automóvil de Fangio triunfaba en Francia. Bertrand Russell ganaba el Nobel. Neruda publicaba su Canto general y aparecían las primeras ediciones de La vida breve, de Onetti, y de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.
Albizu Campos, que mucho había peleado por la independencia de Puerto Rico, era condenado en Estados Unidos a setenta y nueve años de prisión. Un delator entregaba a Salvatore Giuliano, el legendario bandido del sur de Italia, que caía acribillado por la policía. En China, el gobierno de Mao daba sus primeros pasos prohibiendo la poligamia y la venta de niños. Las tropas norteamericanas entraban a sangre y fuego en la península de Corea, envueltas en la bandera de las Naciones Unidas, mientras los jugadores de fútbol aterrizaban en Río de Janeiro para disputar la cuarta Copa Rimet, después del largo paréntesis de los años de la guerra mundial.
Siete países americanos y seis naciones europeas, reci én resurgidas de los escombros, participaron en el torneo brasileño del 50. La FIFA prohibió que jugara Alemania. Por primera vez, Inglaterra se hizo presente en el campeonato mundial. Hasta entonces, los ingleses no habían creído que tales escaramuzas fueran dignas de sus desvelos. El combinado inglés cayó derrotado ante los Estados Unidos, créase o no, y el gol de la victoria norteamericana no fue obra del general George Washington sino de un centrodelantero haitiano y negro llamado Larry Gaetjens.
Brasil y Uruguay disputaron la final en Maracaná. El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo. Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños, que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: "Para los campeones del mundo". Las primeras páginas de los diarios se habían impreso por anticipado, ya estaba armado el inmenso carruaje de carnaval que iba a encabezar los festejos, ya se había vendido medio millón de camisetas con grandes letreros que celebraban la victoria inevitable.
Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudi ó al monumental estadio. Pero después Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando2a1. Cuando llegó el gol de Ghiggia, estalló el silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio de la historia del fútbol, y Ary Barroso, el músico autor de "Aquarela do Brasil", que estaba transmitiendo el partido a todo el país, decidió abandonar para siempre el oficio de relator de fútbol.
Después del pitazo final, los comentaristas brasileños definieron la derrota como la "peor tragedia de la historia de Brasil". Jules Rimet deambulaba por el campo, perdido, abrazado a la copa que llevaba su nombre: "Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y se la entregué casi a escondidas. Le estreché la mano sin decir ni una palabra."
En el bolsillo, Rimet tenía el discurso que había escrito en homenaje al campeón brasileño.
Uruguay se había impuesto limpiamente: la selección uruguaya cometió once faltas y la brasileña, 21.
El tercer puesto fue para Suecia. El cuarto, para España. El brasileño Ademir encabezó la tabla de goleadores, con nueve tantos, seguido por el uruguayo Schiaffino, con seis, y el español Zarra, con cinco.

Moacir Barbosa

A la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial del 50 votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa era también, sin duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes, hombre sereno y seguro que transmitía confianza al equipo, y siguió siendo el mejor hasta que se retiró de las canchas, tiempo después, con más de cuarenta años de edad. En tantos años de fútbol, Barbosa evitó quién sabe cuántos goles, sin lesionar jamás a ningún delantero.
Pero en aquella final del 50, el atacante uruguayo Ghiggia lo había sorprendido con un certero disparo desde la punta derecha. Barbosa, que estaba adelantado, pegó un salto hacia atrás, rozó la pelota y cayó. Cuando se levantó, seguro de que había desviado el tiro, encontró la pelota al fondo de la red. Y ése fue el gol que apabulló al estadio de Maracaná y consagró campeón al Uruguay.
Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento a los jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración, pero las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación miserable. Barbosa comentó: "En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí."

Obdulio

Yo era chiquilín y futbolero, y como todos los uruguayos estaba prendido a la radio, escuchando la final de la Copa del Mundo. Cuando la voz de Carlos Solé me transmitió la triste noticia del gol brasileño, se me cayó el alma al piso. Entonces recurrí al más poderoso de mis amigos. Prometí a Dios una cantidad de sacrificios a cambió de que Él se apareciera en Maracaná y diera vuelta el partido.
Nunca conseguí recordar las muchas cosas que había prometido, y por eso nunca pude cumplirlas. Además, la victoria de Uruguay ante la mayor multitud jamás reunida en un partido de fútbol había sido sin duda un milagro, pero el milagro había sido más bien obra de un mortal de carne y hueso llamado Obdulio Varela. Obdulio había enfriado el partido, cuando se nos venía encima la avalancha, y después se había echado el cuadro entero al hombro y a puro coraje había empujado contra viento y marea.
Al fin de aquella jornada, los periodistas acosaron al héroe. Y él no se golpeó el pecho proclamando que somos los mejores y no hay quien pueda con la garra charrúa: "Fue casualidad" murmuró Obdulio, meneando la cabeza. Y cuando quisieron fotografiarlo, se puso de espaldas.
Pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, abrazado a los vencidos, en los mostradores de Río de Janeiro. Los brasileños lloraban. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un enorme letrero luminoso. En medio de la euforia, se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta la nariz y un impermeable de solapas levantadas.
En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron a sí mismos medallas de oro. A los jugadores les dieron medallas de plata y algún dinero. El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford del año 31, que fue robado a la semana.


Eduado Galeano




Il calcio

La storia del calcio è un triste viaggio dal piacere al dovere. A mano a mano che lo sport si è fatto industria, è andato perdendo la bellezza che nasce dall'allegria di giocare per giocare.
In questo mondo di fine secolo, il calcio professionistico condanna ciò che è inutile, ed è inutile ciò che non rende. E a nessuno porta guadagno quella follia che rende l'uomo bambino per un attimo, lo fa giocare come gioca il bambino con il palloncino o come gioca il gatto col gomitolo di lana: ballerino che danza con una palla leggera come il palloncino che se ne va per l'aria e come il gomitolo che rotola, giocando senza sapere di giocare, senza motivo, senza orologio e senza giudice.
Il gioco si è trasformato in spettacolo, con molti protagonisti e pochi spettatori, calcio da guardare, e lo spettacolo si è trasformato in uno degli affari più lucrosi del mondo, che non si organizza per giocare ma per impedire che si giochi. La tecnocrazia dello sport professionistico ha imposto un calcio dipura velocità e forza, che rinuncia all'allegria, che atrofizza la fantasia e proibisce il coraggio.
Per fortuna appare ancora sui campi di gioco, sia pure molto di rado, qualche sfacciato con la faccia sporca che esce dallo spartito e commette lo sproposito di mettere a sedere tutta la squadra avversaria, l'arbitro e il pubblico delle tribune, per il puro piacere del corpo che si lancia contro l'avventura proibita della libertà.

L'oppio dei popoli?

In che cosa il calcio assomiglia a Dio? Nella devozione che gli portano molti credenti e nella sfiducia che ne hanno molti intellettuali.
Nel 1880 a Londra, Rudyard Kipling si burlò del calcio e delle "piccole anime che possono essere saziate dagli infangati idioti che lo giocano". Un secolo più tardi a Buenos Aires, Jorge Luis Borges fu più sottile: tenne una conferenza sul tema dell'immortalità lo stesso giorno, alla stessa ora, in cui la nazionale argentina giocava la sua prima partita del Mundial del '78.
Il disprezzo di molti intellettuali conservatori si fonda sulla certezza che l'idolatria del pallone e la superstizione che il popolo si merita. Posseduta dal calcio, la plebe pensa con i piedi, e ciò le si addice, e in quella goduria subalterna si realizza. L'istinto animale si impone sulla ragione umana, l'ignoranza schiaccia la Cultura, e così la marmaglia ottiene ciò che vuole.
In cambio, molti intellettuali di sinistra squalificano il calcio perché castra le masse e devia la loro energia rivoluzionaria. Pane e circo, circo senza pane: ipnotizzati dal pallone che esercita un fascino perverso, gli operai atrofizzano le loro coscienze e si lasciano trascinare, come pecore, dai loro nemici di massa.
Quando il calcio smise di essere una cosa da inglesi e da ricchi, nel Río de la Plata nacquero i primi club popolari, organizzati nelle officine delle ferrovie e nei cantieri navali dei porti. In quel frangente, alcuni dirigenti anarchici e socialisti denunciarono questa macchinazione della borghesia destinata ad evitare gli scioperi e mascherare le contraddizioni sociali. la diffusione del calcio nel mondo era il risultato di una manovra imperialista per mantenere i popoli oppressi all'età infantile.
Tuttavia, il club Argentinos Juniors nacque chiamandosi martiri del Chicago in omaggio agli operai anarchici impiccati un primo di maggio, e fu sempre un primo di maggio il giorno scelto per dar vita al club Chacarita, battezzato in una biblioteca anarchica di Buenos Aires. In quei primi anni del secolo, non mancarono intellettuali di sinistra che celebrarono il calcio invece che ripudiarlo come anestetico delle coscienze. Tra loro il marxista italiano Antonio Gramsci che elogiò "questo regno della lealtà umana esercitata all'aria aperta".

Il pallone come bandiera

Nell'estate del 1916, in piena guerra mondiale, un capitano inglese si lanciò all'assalto prendendo a calci un pallone. Il capitano Nevill saltò dal parapetto che lo proteggeva e correndo dietro la palla capeggiò l'assalto contro le trincee tedesche. Il suo reggimento, che esitava, lo seguì. Il capitano morì colpito da una cannonata, ma l'Inghilterra conquistò quella terra di nessuno e potè celebrare quella battaglia come la prima vittoria del calcio inglese sul fronte di guerra.
Molti anni dopo, e verso la fine del secolo, il padrone del Milan ha vinto le elezioni italiane con un grido di battaglia, Forza Italia, che proveniva dalle tribune di uno stadio. Silvio Berlusconi promise che avrebbe salvato l'italia come aveva salvato il Milan, la supersquadra campione di tutto, e gli elettori dimenticarono che alcune delle sue aziende erano sull'orlo del fallimento.
Il calcio e la patria sono sempre stati legati a doppio filo, e con frequenza politici e dittatori speculano su questi vincoli di identità. La squadra italiana vinse i mondiali del 1934 e del 1938 nel nome della patria e di Mussolini, e i suoi giocatori iniziavano e terminavano la partita inneggiando all'Italia e salutando il pubblico con la mano tesa.
Anche per i nazisti era una questione di Stato. Un monumento ricorda, in Ucraina, i giocatori della Dinamo Kiev del 1942. In piena occupazione tedesca, commisero la follia di sconfiggere una selezione di Hitler nello stadio locale. Li avevano avvertiti: "se vincete, siete morti."
Entrarono in campo rassegnati a perdere, tremando di paura e di fame, ma non poterono resistere alla voglia di dignità. Tutti e undici furono fucilati con le magliette ancora addosso, sull'orlo di un burrone, al termine della partita.
Football e patria, football e popolo: nel 1934, mentre la Bolivia e il Paraguay si distruggevano a vicenda nella guerra del Chaco, disputandosi un pezzo di deserto sulla carta geografica, la Croce Rossa paraguaiana formò una squadra di calcio che giocò in varie città dell'Argentina e dell'Uruguay, mise insieme denaro a sufficienza per curare i feriti di entrambi gli schieramenti nel campo di battaglia.
Tre anni dopo, durante la guerra di Spagna, due squadre itineranti furono i simboli della resistenza democratica. Mentre il generale Franco, al fianco di Hitler e Mussolini, bombardava la repubblica spagnola, una selezione basca percorreva l'Europa e il Barcellona giocava partite negli Stati Uniti e in Messico. Il governo basco inviò la squadra Euzkadi in Francia e in altri paesi con lo scopo di fare propaganda e raccogliere fondi per la difesa. Simultaneamente il Barcellona si imbarcò per l'America. Correva l'anno 1937, e il presidente del Club Barcellona era già caduto sotto le pallottole dei franchisti. Entrambe le quadre incarnarono, sui campi di calcio e anche fuori, la democrazia perseguitata.
Solo quattro giocatori catalani tornarono in Spagna durante la guerra. Dei baschi, soltanto uno. Quando la repubblica fu sconfitta, la FIFA dichiarò ribelli i giocatori esiliati e li minacciò di squalifica definitiva, ma alcuni di loro riuscirono a trovar posto nel calcio latinoamericano. Insieme a parecchi baschi si formò in Messico il Club España, che nei primi tempi risultò imbattibile. Il centravanti della squadra di Euzkadi, Isidro Lángara, debuttò nel calcio argentino nel 1939. Nella prima partita segnò quattro gol. Fu nel San Lorenzo che brillò anche Angel Zubieta, che aveva giocato nella linea mediana dell'Euzkadi. Più tardi, in Messico, Lángara capeggiò la classifica dei cannonieri del 1945 nel campionato locale.
Il club modello della Spagna franchista, il Real Madrid, dominò il mondo tra il 1956 e il 1960. Questa squadra straordinaria vinse quattro coppe consecutive nel campionato spagnolo, cinque coppe d'Europa e una Intercontinentale. Il Real Madrid, ovunque andasse, lasciava la gente a bocca aperta. La dittatura di Franco aveva trovato un insuperabile ambasciatore itinerante. I gol che la radio trasmetteva erano squilli di tromba trionfali più efficaci dell'inno "Cara al Sol". Nel 1959 uno dei capi del regime, José Solís, disse in un discorso di gratitudine davanti ai giocatori che "gente che prima ci odiava, ora ci comprende grazie a voi". Come il Cid Campeador, il Real Madrid riuniva le virtù della Razza, anche se la sua famosa linea d'attacco somigliava più alla Legione Straniera. Vi brillavano un francese, Kopa, due argentini, Di Stefano e Rial, l'uruguagio Santamaria e l'ungherese Puskas.
Ferenc Puskas era chiamato "Cannoncino pum", per le virtù demolitrici del suo sinistro che sapeva essere anche un guanto. Altri ungheresi, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor e Sandor Kocsis in quegli anni si mettevano in mostra nel Barcellona. Nel 1954 venne posata la prima pietra del Camp Nou, il grande stadio che nacque per Kubala, perché la folla che andava a vederlo, coi suoi passaggi al millimetro e i suoi tiri mortiferi, non entrava più nel vecchio stadio. Czibor, intanto, lanciava scintille dalle scarpette. L'altro ungherese del Barcellona, Kocsis, era un gran colpitore di testa. "Testa d'oro" lo chiamavano, e un mare di fazzoletti celebrava i suoi gol. Dicono che Kocsis sia stato la miglior testa d'Europa dopo Churchill.
Nel 1950, Kubala aveva fatto parte di una squadra di ungheresi in esilio, cosa che gli valse una sospensione di due anni decretata dalla FIFA. Più tardi la FIFA sanzionò con più di un anno di squalifica anche Puskas, Czibor, Kocsis e altri ungheresi che avevano giocato in un'altra squadra di esiliati a partire dagli ultimi mesi del 1956, quando l'invasione sovietica schiacciò l'insurrezione popolare.
Nel 1958, in piena Guerra d'Indipendenza, l'Algeria formò una squadra di calcio che per la prima volta indossò i colori della patria. Facevano parte della formazione Makhloufi, Ben Tifour e altri algerini che giocavano da professionisti nel campionato francese.
Bloccata dalla potenza coloniale, l'Algeria riuscì soltanto a giocare contro il Marocco, nazione alla quale per un simile peccato la FIFA revocò l'affiliazione per alcuni anni, e in più giocò alcune partite senza importanza, gare organizzate dai sindacati sportivi di certi paesi arabi e dell'Est europeo. La FIFA chiuse tutte le porte alla nazionale algerina e il calcio francese castigò quei giocatori decretando la loro morte civile. Prigionieri del contratto, essi non poterono mai più tornare all'attività professionistica.
Ma dopo che l'Algeria conquistò l'indipendenza, il calcio francese non ebbe altra scelta che richiamare i giocatori che le tribune invocavano.

Lo stadio

Siete mai entrati in uno stadio vuoto? Fate la prova. Fermatevi in mezzo al campo e ascoltate. Non c'è niente di meno vuoto di uno stadio vuoto. Non c'è niente di meno muto delle gradinate senza nessuno.
Wembley risuona ancora il grido del Mondiale del 1966 che l'Inghilterra vinse, ma aguzzando le orecchie potete ascoltare ancora i gemiti che provengono dal 1953, quando gli ungheresi travolsero la nazionale inglese. Lo stadio del Centenario di Montevideo sospira di nostalgia per le glorie del calcio uruguagio. Il Maracanà continua a piangere per la sconfitta brasiliana nel Mondiale del 1950. Nella Bombonera di Buenos Aires trepidano tamburi di mezzo secolo fa. Dalle profondità dello stadio Azteca risuonano gli echi dei cantici cerimoniali dell' antico gioco messicano della pelota. Parla in catalano il cemento del Camp Nou e in euskera conversano le gradinate del San Mamès. A Milano, il fantasma di Giuseppe Meazza infila gol che fanno vibrare lo stadio che porta il suo nome. La finale mondiale del 1974, che la Germania vinse, si gioca giorno dopo giorno, notte dopo notte nello stadio Olimpico di Monaco. Lo stadio del re Fahd, in Arabia Saudita, ha palchi di marmo e oro e tribune ricoperte di tappeti, ma non possiede una memoria e non ha granchè da dire.

Il tifoso

Una volta alla settimana il tifoso fugge dalla sua casa e va allo stadio. Sventolano le bandiere, suonano le raganelle, i razzi, i tamburi, piovono le stelle filanti e i coriandoli: la città sparisce, la routine si dimentica, esiste soltanto il tempio. In questo spazio sacro, l’unica religione che non ha atei esibisce le proprie divinità. Anche se il tifoso potrebbe contemplare il miracolo, più comodamente, dallo schermo della televisione, preferisce intraprendere il pellegrinaggio verso questo luogo dove può vedere in carne e ossa i suoi angeli battersi a duello contro i demoni di turno.
Qui il tifoso agita il fazzoletto, ingoia saliva, glup, ingoia veleno, si mangia il berretto, sussurra preghiere e maledizioni e all’improvviso gli erompe dalla gola un ovazione e salta come una pulce abbracciato allo sconosciuto che grida gol al suo fianco. Fino a quando dura la messa pagana, il tifoso è folla. Con migliaia di fedeli condivide la certezza che noi siamo i migliori, che tutti gli arbitri sono venduti, che tutti i rivali sono imbroglioni.
Raramente il tifoso dice: “Oggi gioca la mia squadra”, ma “Oggi giochiamo noi”. E sa bene, questo giocatore numero dodici, che è lui a soffiare i venti del fervore che spingono il pallone quando dorme, e gli altri undici giocatori sanno bene che giocare senza tifosi è come ballare senza musica.
Quando la partita si conclude, il tifoso,che non si è mosso dalla tribuna, celebra la sua vittoria: “Che goleada gli abbiamo fatto; che batosta gli abbiamo dato”, o la sua sconfitta: “Ci hanno fregato di nuovo, arbitro bastardo”. Allora il sole se ne va e se ne va anche il tifoso. Scende l’ombra sullo stadio che si svuota. Sulle gradinate di cemento ardono qua e là alcune fiamme di fuochi fugaci, mentre le luci e le voci si spengono. Lo stadio resta solo e anche il tifoso ritorna alla sua solitudine di io che è stato noi. Il tifoso si allontana, si sparpaglia,si perde, e la domenica è malinconica come un mercoledì delle ceneri dopo la morte del carnevale.

Il fanatico

Il fanatico è il tifoso da manicomio. La mania di negare l’evidenza ha finito per mandare a picco la ragione e tutto quello che le somigli, e alla deriva vanno i resti del naufragio in queste acque bollenti, sempre agitate da furia senza tregua.
Il fanatico arriva allo stadio avvolto nella bandiera del club, la faccia dipinta con i colori della adorata maglia, irto di oggetti stridenti e contundenti e già lungo la strada crea molto baccano e molti guai. Non viene mai solo. Nel mucchio selvaggio, pericoloso millepiedi, l’umiliato diventa umiliatore e il pauroso incute paura. L’onnipotenza della domenica esorcizza la vita obbediente del resto della settimana, il letto senza desiderio, il lavoro senza vocazione o il non lavoro: libero per un giorno, il fanatico ha molte cose da vendicare.
In stato di epilessia guarda la partita, ma non la vede. Il suo regno è la tribuna. Lì sta il suo campo di battaglia. La sola esistenza del tifoso di un’altra squadra è una provocazione inammissibile. Il Bene non è violento, ma il Male lo obbliga. Il nemico sempre colpevole, merita che gli rompano il collo. Il fanatico non può distrarsi perché il nemico è in agguato dappertutto. Si nasconde anche dentro lo spettatore silenzioso che in qualsiasi momento potrebbe arrivare a pensare che il rivale sta giocando bene, e allora avrà quel che si merita.

Il giocatore

Corre ansimando sulla fascia. Da un lato lo aspettano i cieli della gloria, dall'altro gli abissi della rovina. Il quartiere lo invidia: il giocatore professionista si è salvato dalla fabbrica o dall'ufficio, lo pagano per divertirsi, ha vinto alla lotteria. E anche se deve sudare come una fontana, senza avere diritto a stancarsi nè sbagliare, lui è sui giornali e in televisione, le radio ripetono il suo nome, le donne sospirano per lui e i bambini vorrebbero imitarlo. Ma lui, che aveva iniziato a giocare per il piacere di giocare, nelle strade sterrate di periferia, ora gioca negli stadi, per il dovere di lavorare ed è obbligato a vincere o... vincere.
Gli imprenditori lo comprano, lo vendono, lo prestano, e lui si lascia trasportare in cambio della promessa di maggiore fama e di maggior denaro. Quanto più ha successo e più denaro guadagna, più diventa prigioniero. Sottomesso a una disciplinma militare, soffre ogni giorno il castigo di allenamenti feroci. E alla vigilia delle partite importanti lo rinchiudono in campo di concentramento dove compie lavori forzati, mangia cibi insulsi, si sbronza d’acqua e dorme solo.
Negli altri mestieri il tramonto arriva con la vecchiaia, ma il giocatore di calcio può essere vecchio anche a trent’anni.
I muscoli si stancano presto.
"Quello lì non fa gol neppure con il campo in discesa."
"Quello? Neanche se legano tutte e due le mani al portiere."
O forse anche prima dei trenta, se la sfortuna gli strappa un muscolo o un calcio gli procura una frattura di quelle che non hanno rimedio. E un brutto giorno il giocatore scopre che si è giocato la vita in un colpo solo e che il denaro è volato via e la fama pure. La fama, signora fugace, non gli ha lasciato neppure una letterina di consolazione.

Il portiere

Lo chiamano anche portiere, numero uno, estremo difensore, guardapali, ma potrebbero benissimo chiamarlo martire, paganini, penitente, pagliaccio da circo.
E' un solitario. Condannato a guardare la partita da lontano. Senza muoversi dalla porta attende in solitudine, fra i pali, la sua fucilazione. Prima vestiva di nero come l'arbitro. Ora l'arbitro non è più mascherato da corvo e il portiere consola la sua solitudine con la fantasia dei colori.
Lui i gol non li segna. Sta lì per impedire che vengano fatti. Il gol, festa del calcio: il goleador crea l'allegria e il portiere, guastafeste, la disfa.
Porta sulle spalle il numero uno. Primo nel guadagnare? No, primo a pagare. Il portiere ha sempre la colpa. E se non ce l'ha paga lo stesso. Quando un giocatore qualsiasi commette un fallo da rigore, il castigato è lui: lo lasciano lì, abbandonato davanti al suo carnefice, nell'immensità della porta vuota. E quando la squadra ha una giornata negativa, è lui che paga il conto sotto una grandinata di palloni, espiando peccati altrui.
Gli altri giocatori possono sbagliarsi di brutto una volta o anche più, ma si riscattano con una finta spettacolare un passaggio magistrale, un tiro a colpo sicuro: lui no. La folla non perdona il portiere. E' uscito a vuoto? Ha fatto una papera? Gli è sfuggito il pallone? Con una sola papera il portiere rovina la partita o perde un campionato, e allora il pubblico dimentica immediatamente tutte le prodezze e lo condanna alla disgrazia eterna. La maledizione lo perseguirà fino alla fine dei suoi giorni.

Il gol

Il gol è l'orgasmo del calcio. Come l'orgasmo, il gol è sempre meno frequente nella vita moderna. Mezzo secolo fa era raro che una partita terminasse senza gol: 0-0, due bocche aperte, due sbadigli. Ora gli undici giocatori passano tutta la partita aggrappati alla traversa, dediti a evitare i gol e senza aver tempo per farli.
L’entusiasmo che si scatena ogni volta che la palla bianca scuote la rete può sembrare mistero o follia, ma bisogna tenere in considerazione che il miracolo si concede poco. Il gol, anche se è un golletto, risulta sempre un goooooooooooooooooool nella gola dei radiocronisti, un "do di petto" capace di lasciare Caruso muto per sempre, e la folla delira, e lo stadio dimentica di essere di cemento e si stacca dalla terra librandosi nell’aria.

L'idolo

Un bel giorno la dea del vento bacia il piede dell'uomo, il disprezzato, maltrattato piede, e da quel bacio nasce l'idolo del calcio. Nasce in una culla di paglia dentro una capanna di lamiera e viene al mondo abbracciato a un pallone.
Quando impara a camminare, sa già giocare. Nei suoi primi anni rallegra i prati, gioca e rigioca negli spiazzi delle periferie fino a che cade la notte e non si vede più il pallone, e negli anni della sua gioventù vola e fa volare gli stadi. Le sue arti di equilibrismo richiamano folle, di domenica in domenica, di vittoria in vittoria, di ovazione in ovazione.
La palla lo cerca, lo riconosce, ha bisogno di lui. nel petto del suo piede lei riposa e si culla. Lui le dà lustro, la fa parlare, e, con quella chiacchierata a due, conversano milioni di muti. I signori nessuno, i condannati a essere per sempre dei nessuno possono sentirsi qualcuno per un momento, per opera e merito di quei passaggi restituiti al millimetro, di quei dribbling che disegnano zeta sul prato, di quei gran gol di tacco o in rovesciata: quando gioca lui la squadra ha dodici giocatori.
"Dodici? ne ha quindici! Venti!"
Il pallone ride raggiante nell'aria. Lui lo mette a terra, lo addormenta, lo corteggia, lo fa danzare; e, vedendo quelle cose mai viste, i suoi adoratori provano pietà per i loro nipoti non ancora nati che non le vedranno.
Ma l'idolo è l'idolo per un attimo e basta, umana eternità, cosa da niente: e quando per il piede d'oro arriva l'ora del piede stanco, la stella ha concluso il suo viaggio dal fulgore all'oscuramento. Quel corpo ormai ha più rammendi del vestito di un pagliaccio, l'acrobata ormai è un paralitico, l'artista una bestia.
"No, quel ferrovecchio no!"
La fonte della felicità pubblica si trasforma nel parafulmine del pubblico rancore.
"Mummia!"
A volte l'idolo non cade intero. E a volte, quando si rompe, la gente ne divora i pezzi.

Il più grande affare del pianeta

Nel sud del mondo, questo è l'itinerario del giocatore con buoni piedi e buona fortuna: dal suo villaggio passa a una città dell'interno; dalla città dell'interno passa a un piccolo club della capitale; nella capitale il club piccolo non ha altra scelta che venderlo al club grande; il club grande, soffocato dai debiti, lo vende ad un altro club più grande di una nazione più grande. E finalmente il giocatore corona la sua carriera in Europa.

Il direttore tecnico

Prima esisteva l'allenatore e nessuno gli prestava particolare attenzione. L'allenatore morì, con la bocca chiusa, quando il gioco smise di essere un gioco e il calcio professionistico ebbe bisogno di una tecnocrazia dell’ordine. Allora nacque il direttore tecnico, con la missione di evitare l’improvvisazione, controllare la libertà ed elevare al massimo il rendimento dei giocatori, obbligati a trasformarsi in disciplinati atleti.
L’allenatore diceva: "Andiamo a giocare."
Il tecnico dice: "Andiamo a lavorare."
Adesso si parla con i numeri. Il viaggio dal coraggio alla paura, storia del calcio del secolo ventesimo, è un passaggio dal 2-3-5 al 5-4-1, passando per il 4-3-3 e il 4-4-2. Qualsiasi profano è capace di tradurre questo, con un po' di aiuto, ma dopo non c'è più nessuno che ne sia capace. A partire da quel momento il direttore tecnico sviluppa formule misteriose come la sacra concezione di Gesù e con esse elabora schemi tattici più indecifrabili della Santissima Trinità.
Dalla vecchia lavagna agli schermi elettronici: ora le giocate magistrali si disegnano al computer e si mostrano in video. Quelle perfezioni, poi, si vedono rare volte nelle partite che la televisione trasmette. Piuttosto la televisione si compiace di esibire il volto corrucciato del tecnico, e lo mostra mentre si morde i pugni o mentre urla indicazioni che darebbero la svolta alla partita se solo qualcuno riuscisse a capirle.
I giornalisti lo bersagliano nella conferenza stampa alla fine dell'incontro. Il tecnico non racconta mai il segreto delle sue vittorie, anche se enuncia ammirevoli spiegazioni delle sue sconfitte.
"Le istruzioni erano chiare, ma non sono state applicate", dice quando la sua squadra perde per goleada contro una squadretta da quattro soldi. Oppure riconferma la fiducia in se stesso parlando in terza persona più o meno così: "I rovesci subiti non offuscano il raggiungimento di una chiarezza concettuale che il tecnico considera una sintesi dei molti sacrifici necessari per arrivare all'efficacia".
La macchina dello spettacolo tritura tutto, tutto dura poco, e il direttore tecnico si può buttare come qualsiasi prodotto della società dei consumi. Oggi il pubblico gli grida: "Sei immortale!" e la domenica seguente gli augura la morte.
Lui crede che il calcio sia una scienza e il campo un laboratorio, ma i dirigenti e la tifoseria non solo esigono la genialità di Einstein e la sottigliezza di Freud, ma anche la capacità miracolosa della Madonna di Lourdes e la pazienza di Gandhi.

L'arbitro

L'arbitro è arbitrario per definizione. E' lui l'abominevole tiranno che esercita la sua dittatura senza possibilità di opposizione, l'ampolloso carnefice che esercita il suo potere assoluto con gesti da melodramma. Col fischietto in bocca, l'arbitro soffia i venti della fatalità del destino e convalida o annulla i gol. Cartellino in mano, alza i colori della condanna: il giallo che castiga il peccatore e lo obbliga al pentimento e il rosso che lo condanna all'esilio.
I guardalinee, che aiutano ma non comandano, osservano da fuori. Solo l'arbitro entra nel campo di gioco e saggiamente si fa il segno della croce al momento di entrare, appena si affaccia davanti alla folla ruggente. Il suo lavoro consiste nel farsi odiare. Unica unanimità nel calcio: tutti lo odiano. Lo fischiano sempre, non lo applaudono mai.
Nessuno corre più di lui. E' l'unico obbligato a correre tutto il tempo. Tutto il tempo galoppa, sfiancandosi come un cavallo, questo intruso che ansima senza sosta tra i ventidue giocatori e, come ricompensa di questo sacrificio, la folla grida e chiede la sua testa. Dal principio alla fine di ogni partita, in un mare di sudore, l'arbitro è obbligato a inseguire il pallone che va e viene tra i piedi altrui. E' evidente che gli piacerebbe giocare, ma questa grazia non gli è mai stata concessa. Quando la palla, per caso, colpisce il suo corpo, tutto il pubblico rivolge un ricordo a sua madre. E senza dubbio, pur di stare lì, nel sacro spazio verde dove il pallone gira e vola, lui sopporta insulti, proteste, maledizioni e sassate.
A volte, rare volte, qualche decisione dell'arbitro coincide con la volontà del tifoso, ma neppure così riesce a provare la sua innocenza. Gli sconfitti perdono per colpa sua e i vincitori vincono malgrado lui. Alibi per tutti gli errori, spiegazione di tutte le disgrazie, i tifosi dovrebbero inventarlo se non esistesse. Quanto più lo odiano, tanto più hanno bisogno di lui.
Per più di un secolo l'arbitro ha portato il lutto. Per chi? Per se stesso. E adesso lo nasconde con i colori.

Il calcio creolo

Fu un processo inarrestabile. Come il tango, il calcio crebbe partendo dalle periferie. [...] Gran bel viaggio aveva fatto il football. Era stato organizzato nelle scuole e nelle chiese, e in America del Sud rallegrava la vita di gente che non aveva mai messo piede in una scuola.
Negli stadi di Buenos Aires e di Montevideo, stava nascendo uno stile. Una maniera particolare di giocare al calcio si stava imponendo, proprio mentre un ballo particolare si affermava nei patii dei "milongueros". I ballerini disegnavano filigrane, avvinghiandosi su una sola mattonella, e i calciatori inventavano un loro linguaggio nel minuscolo spazio nel quale la palla non era calciata ma trattenuta e posseduta, come se i piedi fossero mani che intrecciavano il cuoio. E nei piedi dei primi virtuosi creoli nacque il "toque": la palla "suonata" come fosse una chitarra, fonte di musica.
Simultaneamente, il calcio si tropicalizzava a Rio de Janeiro e San Paolo. Erano i poveri ad arricchirlo mentre lo espropriavano. Questo sport straniero diventava brasiliano man mano che smetteva d'essere privilegio di pochi giovani benestanti che lo giocavano copiando, per essere fecondato dall'energia creatrice del popolo che lo scopriva. E così nasceva il calcio più bello del mondo, fatto di finte di corpo, andature oscillanti e voli di gambe che venivano dalla "capoeira", la danza guerriera degli schiavi neri e degli allegri briganti dei sobborghi delle grandi città.

Il linguaggio dei dottori del calcio

Sintetizziamo il nostro punto di vista formulando una prima approssimazione alla problematica tattica, tecnica e fisica del confronto che si è disputato questo pomeriggio sul campo della Uniti Vinceremo Football Club, senza cadere in semplificazioni incompatibili con un tema che senza dubbio ci richiede un'analisi più profonda e dettagliata e senza incorrere in ambiguità che sono state, sono e saranno aliene alla nostra predicazione di tutta una vita al servizio della passione per lo sport.
Sarebbe troppo comodo eludere le nostre responsabilità e attribuire il rovescio dell'undici in casa alla performance appena discreta dei suoi giocatori, ma la eccessiva lentezza che indubitabilmente hanno mostrato oggi al momento di retituire ogni sfera ricevuta non giustifica in nessun modo, sottolineo, signore e signori, in nessun modo questo scadimento generalizzato e quindi ingiusto. No, no e no. Il conformismo non è il nostro stile, come sanno bene coloro che ci hanno seguito nella nostra traiettoria di tanti anni qui nel nostro amato paese e negli scenari del calcio internazionale e perfino mondiale, nei quali siamo stati chiamati a compiere la nostra modesta funzione. E allora lo diciamo a chiare lettere come è nostra abitudine: il successo non ha coronato la potenzialità organica dello schema di gioco di questa coraggiosa squadra che in modo chiaro e limpido continua a essere incapace di canalizzare adeguatamente le sue aspettative di una maggiore proiezione offensiva verso la zona della porta avversaria. Già lo avevamo detto la scorsa domenica e lo ripetiamo oggi, a fronte alta e senza peli sulla lingua, perché abbiamo sempre detto pane al pane e vino al vino e continueremo a denunciare la verità anche se a molti farà male, succeda quel che succeda, costi quel che costi.

Il mondiale del 1930



Un terremoto scuoteva il sud dell'Italia seppellendo millecinquecento napoletani, Marlene Dietrich interpretava L'angelo azzurro, Stalin portava al culmine la sua usurpazione della rivoluzione russa, e si suicidava il poeta Vladimir Majakovski. Gli inglesi sbattevano in galera il Mahatma Gandhi, che esigendo l'indipendenza della sua patria aveva paralizzato l'India, mentre sotto la stessa bandiera Augusto César Sandino sollevava i contadini del Nicaragua nelle altre Indie, le nostre, e i marines americani tentavano di prenderli per fame incendiando le loro coltivazioni.
Negli Stati Uniti c'era chi ballava il recente boogie-woogie, ma l'euforia dei favolosi anni Venti era finita al tappeto sotto i feroci colpi della crisi del 1929. La borsa di New York era colata a picco e nel suo crollo aveva travolto i prezzi internazionali e stava trascinando nell'abisso vari governi latinoamericani. Nel precipitare della crisi mondiale la caduta del prezzo dello stagno defenestrava il presidente Hernando Siles in Bolivia e collocava al suo posto un generale, mentre l'abbattimento del prezzo della carne e del grano faceva saltare il presidente Hipólito Yrigoyen in Argentina, e al suo posto installava un altro generale. Nella Repubblica Dominicana, la caduta del prezzo dello zucchero apriva il lungo ciclo della dittatura di un altro generale, Rafael Leónidas Trujillo, che inaugurava il suo potere ribattezzando con il proprio nome la capitale e il porto.
In Uruguay, un colpo di stato si sarebbe verificato tre anni dopo. Nel 1930 il paese aveva occhi e orecchie solo per il primo Campionato Mondiale di Calcio. Le vittorie uruguagie, nelle ultime due olimpiadi disputate in Europa avevano fatto diventare l'Uruguay l'inevitabile anfitrione del primo torneo.
Dodici nazioni sbarcarono nel porto di Montevideo. Tutta l'Europa era stata invitata ma solo quattro selezioni europee attraversarono l'oceano verso queste spiagge del sud. "Quel posto è troppo lontano da tutto", dicevano in Europa, "e il biglietto è troppo caro."
Una nave portò dalla Francia il trofeo Jules Rimet, accompagnato dallo stesso don Jules, presidente della FIFA, e dalla nazionale francese di calcio, che venne controvoglia.
L'Uruguay inaugurò in pompa magna un monumentale scenario costruito in otto mesi. Lo stadio si chiamò Centenario, per celebrare quella Costituzione che un secolo prima aveva negato i diritti civili alle donne, agli analfabeti e ai poveri. Sulle tribune non entrava neanche uno spillo quando Uruguay e Argentina disputarono la finale del campionato. Lo stadio era un mare di cappelli di feltro. Anche i fotografi usavano cappelli e le macchine fotografiche erano montate su treppiedi. I portieri portavano il berretto e l'arbitro faceva bella mostra di pantaloni neri che gli coprivano le ginocchia.
La finale del Mondiale del 1930 meritò solo un colonnino di venti righe sul giornale italiano La Gazzetta dello Sport. In fin dei conti si stava ripetendo la storia delle Olimpiadi di Amsterdam del 1928: i due paesi del Rio de la Plata umiliavano l'Europa mostrando dov'era il miglior calcio del mondo. Come nel 1928, l'Argentina finì al secondo posto. L'Uruguay, che stava perdendo 2-1 nel primo tempo, finì per vincere 4-2 e si consacrò campione. Per arbitrare la finale, il belga John Langenus aveva preteso un'assicurazione sulla vita, ma in realtà non successe nulla più di qualche scaramuccia sulle gradinate. Più tardi, la folla assaltò a sassate il consolato uruguagio di Buenos Aires.
Il terzo posto del Campionato toccò agli Stati Uniti, che contavano nelle proprie file parecchi giocatori scozzesi naturalizzati da poco, e al quarto posto finì la Jugoslavia.
Neppure una sola partita terminò in parità. L'argentino Stábile vinse la classifica dei marcatori con otto reti, seguito dall'uruguagio Cea con cinque. Il francese Luois Laurent realizzò il primo gol nella storia dei Mondiali, giocando contro il Messico.

Le forze occulte

Un giocatore uruguagio, Adhemar Canavessi, si sacrificò per scongiurare il danno della sua presenza nella finale dell'Olimpiade del 1928 ad Amsterdam. L'Uruguay avrebbe disputato quella finale contro l'Argentina. Canavessi decise di restarsene in albergo e scese dal pullman che portava i giocatori allo stadio. Tutte le volte che aveva affrontato gli argentini, la nazionale dell'Uruguay aveva perso, e nell'ultima occasione lui aveva anche avuta la sventura di segnare un autogol. Nella partita di Amsterdam, senza Canavessi, l'Uruguay vinse.
Il giorno prima Carlos Gardel aveva cantato per i giocatori argentini nell'hotel dove erano alloggiati. Per portare loro fortuna aveva cantato per la prima volta un tango chiamato Dandy. Due anni dopo la storia tornò a ripetersi: Gardel cantò di nuovo Dandy, augurandosi il successo della selezione argentina. Questa seconda volta fu alla vigilia della finale del Mundial del 1930, anche quello vinto dall'Uruguay.
Molti giurano che l'intenzione fosse al di sopra di ogni sospetto, ma più di uno crede che lì ci fu la prova che Gardel fosse uruguagio.

Il mondiale del 1934



Johnny Weissmüller lanciava il suo primo urlo di Tarzan, il primo deodorante industriale appariva sul mercato, la polizia della Lousiana crivellava di proiettili Bonnie & Clyde; Bolivia e Paraguay, i paesi più poveri dell'America del Sud, si dissanguavano contendendosi il petrolio del Chaco in nome della Standard Oil e della Shell. Sandino, che aveva sconfitto i marines in Nicaragua, cadeva massacrato in un'imboscata, e Somoza, l'assassino, iniziava la sua dinastia. Mao dava il via alla lunga marcia della rivoluzione nei campi della Cina. In Germania, Hitler si consacrava Führer del Terzo Reich e promulgava le leggi di difesa della razza ariana, che obbligava a sterilizzare i malati ereditari e i criminali, mentre Mussolini inaugurava in Italia il secondo Campionato del Mondo di Calcio.
I manifesti del campionato mostravano Ercole che faceva il saluto fascista con un pallone ai piedi. Il Mondiale del 1934 a Roma fu per il Duce una grande operazione di propaganda. Mussolini assistette a tutte le partite dal palco d'onore, il mento alzato verso le tribune gremite di camicie nere, e gli undici giocatori della squadra italiana gli dedicarono le vittorie con la mano tesa.
Ma il cammino verso il titolo non fu facile. La partita tra Italia e Spagna fu la più massacrante della storia dei mondiali: la battaglia durò 210 minuti e terminò il giorno seguente quando diversi giocatori erano finiti fuori combattimento per ferite di guerra o perché ormai non ce la facevano più. Vinse l'Italia, senza quattro dei suoi titolari. La Spagna terminò con sette titolari in meno. Tra gli spagnoli infortunati c'erano i due migliori: l'attaccante Lángara e il portiere Zamora, quello che ipnotizzava dentro l'area.
Nello Stadio del Partito Nazionale Fascista, l'Italia disputò contro la Cecoslovacchia la finale del campionato. Vinse ai supplementari 2-1. Due giocatori argentini, da poco naturalizzati italiani, diedero il loro apporto: Orsi segnò il primo gol dribblando il portiere, e l'altro argentino, Guaita, fece il passaggio del gol di Schiavio, che diede all'Italia la sua prima Coppa del Mondo.
Nel 1934 parteciparono sedici paesi, dodici europei, tre americani e l'Egitto, solitario rappresentante del resto del mondo. L'Uruguay, campione in carica, rifiutò di viaggiare perché l'Italia non aveva partecipato al primo campionato mondiale a Montevideo.
Alle spalle di Italia e Cecoslovacchia, Germania e Austria si aggiudicarono il terzo e quarto posto. Il giocatore cecoslovacco Nejedly fu capocannoniere con cinque reti, seguito da Conen della Germania e Schiavio dell'Italia con quattro.

Il mondiale del 1938

Max Theiler scoprì il vaccino contro la febbre gialla, nasceva la fotografia a colori, Walt Disney proiettava Biancaneve, Eisenstein girava Alexander Nevskij. Il nylon, da poco inventato per opera di un professore di Harvard, cominciava a trasformarsi in paracadute e calze da donna.
Si suicidavano i poeti argentini Alfonsina Storni e Leopoldo Lugones. Lázaro Cárdenas nazionalizzava il petrolio in Messico e affrontava l'embargo e altre furie delle potenze occidentali. Orson Welles inventava una invasione dei marziani negli Stati Uniti trasmessa alla radio, per spaventare gli ingenui, mentre la Standard Oil esigeva che gli Stati Uniti invadessero il Messico davvero, per punire il sacrilegio di Cárdenas e scoraggiare i suoi imitatori.
In Italia si redigeva Il manifesto sulla razza, cominciavano gli attentati antisemiti, la Germania occupava l'Austria, Hitler si dedicava a cacciare gli ebrei e a divorare territori. Il governo inglese insegnava ai cittadini il modo per difendersi dai gas asfissianti e raccomandava di accumulare generi alimentari. Franco stringeva d'assedio gli ultimi bastioni della repubblica spagnola e il Vaticano riconosceva il suo governo. César Vallejo moriva a Parigi, forse sotto un acquazzone, mentre Sarte pubblicava La nausea. E lì, a Parigi, dove Picasso esponeva il suo Guernica denunciando il tempo dell'infamia, si inaugurava il terzo Campionato Mondiale di Calcio, sotto l'ombra minacciosa della guerra che stava arrivando. Nello stadio di Colombes, il presidente della Francia, Albert Lebrun, diede il calcio d'inizio: mirò al pallone ma colpì solo la terra.
Come il precedente, questo fu in realtà un campionato europeo. Solo due paesi americani e undici europei parteciparono al Mondiale del 1938. La nazionale dell'Indonesia, che ancora si chiamava Indie Olandesi, arrivò a Parigi in rappresentanza solitaria di tutto il resto del pianeta.
La Germania schierò cinque giocatori dell'Austria recentemente annessa. La squadra tedesca, così rinforzata, entrò in scena dandosi arie da imbattibile, con la croce uncinata sul petto e tutta la simbologia nazista del potere, ma finì per inciampare e cadde davanti alla modesta Svizzera. La sconfitta tedesca avvenne pochi giorni dopo che la supremazia ariana aveva subito un duro colpo a New York, quando il pugile nero Joe Louis polverizzò il campione tedesco Max Schmeling.
L'Italia, invece, ripetè la sua campagna della Coppa precedente. In semifinale gli azzurri sconfissero il Brasile. Ci fu un rigore dubbio, i brasiliani protestarono invano. Come nel 1934 tutti gli arbitri erano europei.
Quindi arrivò la finale, che l'Italia disputò contro l'Ungheria. Per Mussolini quella vittoria era una questione di stato. Alla vigilia i giocatori italiani ricevettero da Roma un telegramma di tre parole firmato dal capo del fascismo: Vincere o morire. Non ci fu bisogno di morire perché l'Italia vinse 4-2. Il giorno seguente i vincitori vestirono l'uniforme militare nella cerimonia di celebrazione presieduta dal Duce.
Il quotidiano La Gazzetta dello Sport esaltò allora la "apoteosi dello sport fascista in questa vittoria della razza". Poco prima, la stampa ufficiale italiana aveva celebrato così la sconfitta della nazionale brasiliana: "Salutiamo il trionfo dell'italica intelligenza contro la forza bruta dei negri".
La stampa internazionale elesse, nel frattempo, i migliori giocatori del torneo. Tra questi, due neri, i brasiliani Leônidas e Domingos da Guia. Leônidas fu, oltretutto, il capocannoniere con otto reti, seguito dall'ungherese Zsengeller con sette. Dei gol di Leônidas, il più bello fu realizzato contro la Polonia con un piede scalzo. Leônidas aveva perso la scarpa, nel fango dell'area di rigore, sotto una pioggia torrenziale.

Gol di Atilio


Accadde nel 1939. Nacional di Montevideo e Boca Juniors stavano pareggiando 2-2, e la partita volgeva al termine. Quelli del Nacional attaccavano; quelli del Boca, ripiegati, resistevano. Allora Atilio García ricevette il pallone, affrontò una selva di gambe, si aprì lo spazio sulla destra e divorò il campo bevendosi gli avversari.
Atilio era abituato alle entratacce. Lo picchiavano in tutti i modi: le sue gambe erano una mappa di cicatrici. Quella sera, sulla strada del gol, ricevetti falli molto duri di Angeletti e Suarez, e lui si concesse il lusso di evitarli due volte. Valussi gli strappò la maglietta, lo prese per un braccio, gli tirò un calcio, il corpulento Ibáñez gli si piantò davanti in piena corsa, ma il pallone faceva parte del corpo di Atilio e nessuno poteva fermare quella tromba d'aria che faceva volteggiare giocatori come se fossero bambole di pezza, finché al termine Atilio si separò dalla palla e il suo tremendo tiro scosse la rete.
L'aria odorava di polvere. I giocatori del Boca attorniarono l'arbitro: pretendevano che annullasse il gol per i falli che loro stessi avevano commesso. E siccome l'arbitro non fece loro caso, i giocatori, indignati, si ritirarono dal campo.

Il mondiale del 1950



Nasceva la televisione a colori. I computer facevano mille somme al secondo. Marilyn Monroe si affacciava a Hollywood. Un film di Buñuel, I dimenticati, si imponeva a cannes. L'automobile di Fangio trionfava in Francia. Bertrand Russell vinceva il Nobel. Neruda pubblicava il suo Canto general e apparivano le prime edizioni di La vita breve di Onetti e Il labirinto della solitudine di Octavio Paz.
Albizu Campos, che molto aveva combattuto per l'indipendenza del Portorico, era condannato negli Stati Uniti a settantanove anni di carcere. Un delatore consegnava Salvatore Giuliano, il leggendario bandito dell'Italia del sud, che cadeva crivellato dai colpi della polizia. In Cina, il governo di Mao faceva i suoi primi passi proibendo la poligamia e la vendita dei bambini. Le truppe americane, avvolte nella bandiera delle Nazioni Unite, entravano nella penisola di Corea mettendola a ferro e fuoco, mentre i giocatori di calcio sbarcavano a Rio de Janeiro per disputarsi la quarta Coppa Rimet, dopo la lunga parentesi degli anni della guerra mondiale.
Sette paesi americani e sei nazioni europee appena risorte dalle macerie parteciparono al torneo brasiliano del 1950. La FIFA proibì la partecipazione della Germania. Per la prima volta l'Inghilterra si presentò al campionato mondiale. Fino ad allora gli inglesi non avevano creduto che tali scaramucce fossero degne della loro attenzione. La formazione inglese fu sconfitta dagli Stati Uniti, che lo crediate o no, e il gol della vittoria americana non fu opera del generale George Washington ma del centravanti haitiano e nero chiamato Larry Gaetjens.
Brasile e Uruguay giocarono la finale al Maracaná. I padroni di casa inauguravano lo stadio più grande del mondo. Il Brasile era il grande favorito, la finale era una festa. I giocatori brasiliani, che avevano travolto tutti gli avversari di goleada in goleada, alla vigilia ricevettero in dono degli orologi d'oro che sulla cassa portavano la scritta: "Ai campioni del mondo". Le prime pagine dei giornali erano state stampate in anticipo, era già pronta l'immensa sfilata dei carri di carnevale che avrebbe dato il via ai festeggiamenti ed erano già state vendute mezzo milione di magliette con grandi scritte che celebravano l'inevitabile vittoria.
Quando il brasiliano Friaça segnò il primo gol, un tuono di duecentomila grida e innumerevoli petardi fece vibrare il monumentale stadio. Ma poi Schiaffino infilò il gol del pareggio e un diagonale di Ghiggia consegnò il campionato all'Uruguay che finì per vincere 2-1. Quando arrivò il gol di Ghiggia, il silenzio calò sul Maracaná, il più straordinario silenzio della storia del calcio, e Ary Barroso, il musicista autore di "Aquarela do Brasil", che stava trasmettendo la partita a tutto il paese, decise di abbandonare per sempre la carriera di cronista di calcio.
Dopo il fischio finale, i radiocronisti definirono la sconfitta come "la peggiore tragedia della storia del Brasile". Jules Rimet passeggiava per il campo, sperduto, abbracciato alla coppa che portava il suo nome. "Mi trovai solo con la coppa tra le braccia, senza sapere che cosa fare. Alla fine trovai il capitano uruguagio Obdulio Varela e gliela consegnai quasi di nascosto. Gli strinsi la mano senza dire una parola."
In una tasca, Rmet teneva il discorso che aveva preparato in omaggio al Brasile campione.
L'Uruguay aveva vinto in modo pulito: la squadra uruguagia aveva commesso undici falli, il Brasile ventuno.
Il terzo posto fu della Svezia. Il quarto della Spagna. Il brasiliano Ademir si aggiudicò la classifica dei marcatori con nove reti, seguito dall'uruguagio Schiaffino con sei e dallo spagnolo Zarra con cinque.

Moacir Barbosa

Al momento di scegliere il miglior portiere, i giornalisti del Mondiale del 1950 votarono all'unanimità il brasiliano Moacyr Barbosa. Barbosa era anche, senza dubbio, il miglior portiere del suo paese, gambe come molle, uomo sereno e sicuro che trasmetteva certezze alla squadra, e continuò a essere il migliore fino al giorno in cui si ritirò dai campi, qualche tempo dopo, quando aveva più di quarant'anni. In tanti anni di calcio, Barbosa evitò chissà quanti gol e senza fare mai male ad alcun attaccante.
Ma nella finale del 1950 l'uruguagio Ghiggia lo aveva sorpreso con un tiro secco dal vertice destro dell'area. Barbosa, che era leggermente avanzato, spiccò un salto all'indietro, sfiorò la palla e ricadde. Quando si rialzò, sicuro di avere deviato il tiro, trovò il pallone in fondo alla rete. E quello fu il gol che sconvolse lo stadio Maracanã e consacrò campione l'Uruguay.
Passarono gli anni e Barbosa non fu mai perdonato. Nel 1993, durante le eliminatorie per il Mondiale degli Stati Uniti, volle fare gli auguri ai giocatori della nazionale brasiliana. Andò a trovarli in ritiro ma le autorità calcistiche gli vietarono l'ingresso. A quel tempo viveva ospite in casa di una cognata, senza altra entrata che una pensione miserabile. Barbosa commentò: "In Brasile la pena per un crimine più lunga è trent'anni di carcere. Io da quarantatré anni pago per un crimine che non ho commesso."

Obdulio

Ero un ragazzino pazzo per il calcio, e come tutti gli uruguagi ero attaccato alla radio ad ascoltare la finale della Coppa del Mondo. Quando la voce di Carlos Solé mi fece arrivare la triste notizia del gol del Brasile, il morale mi finì sotto i tacchi. Allora mi appellai al più potente dei miei amici. Promisi a Dio una quantità di sacrifici se fosse comparso nel Maracanã e avesse dato una svolta alla partita.
Non ho mai ricordato tutte le cose che avevo promesso e per questo non ho potuto mantenerle. La vittoria dell'Uruguay, davanti a una folla come mai si era vista a una partita, era stata senza dubbio un miracolo, ma il miracolo era stato opera di un mortale in carne e ossa chiamato Obdulio Varela. Obdulio aveva raffreddato la partita proprio quando stavamo per essere travolti dalla valanga, e in quel momento si era caricato la squadra intera sulle spalle e con la sola forza del coraggio aveva remato controvento e controcorrente.
Alla fine di quella giornata i giornalisti assediarono l'eroe. Ma lui non gonfiò il petto proclamando che eravamo i migliori e che nessuno avrebbe avuto scampo con l'artiglio charrúa.
"È stato un caso", mormorò Obdulio. scuotendo la testa. E quando tentarono di fotografarlo si girò di spalle.
Passò quella notte bevendo birra, di bar in bar, abbracciato agli sconfitti, ai banconi di Rio de Janeiro. I brasiliani piangevano. Nessuno lo riconobbe. Il giorno seguente fuggì dalla folla che lo aspettava all'aeroporto di Montevideo, dove il suo nome brillava in un enorme cartellone luminoso. In mezzo a quella euforia, riuscì a passare inosservato travestito da Humphrey Bogart, con un cappello calato fin sul naso e un impermeabile con i risvolti sollevati.
Come ricompensa per l'impresa, i dirigenti del calcio uruguagio si assegnarono le medaglie d'oro. Ai giocatori diedero delle medaglie d'argento e un po' di denaro. Il premio che ricevette Obdulio gli bastò appena per comprare una Ford del 1931, che gli venne rubata dopo una settimana.

Eduardo Galeano


La vida según Galeano:
Mujeres
Niños
Los primeros americanos
Fútbolerias (primera parte)
Fútbolerias (segunda parte)
Amares
Memorias y desmemorias
Hijos de África
Los nadies
El arcoiris terrestre
El miedo manda
Mapamundi
Te doy mi palabra
Mundo se rifa


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