A: Eduardo Galeano.
Montevideo, Uruguay.
De: Subcomandante Insurgente Marcos
Montañas del Sureste Mexicano. Chiapas, México.
Señor Galeano:
Le escribo porque... porque me dieron ganas de escribirle. Porque ya pasó el día del niño acá en México y se me ocurre que a usted le puedo platicar lo que acá pasa, en un día del niño, en medio de una guerra sorda. Le escribo porque no tengo ninguna razón para hacerlo y, entonces, puedo así contarle lo que pasa o lo que me viene a la cabeza, sin la preocupación de que no se me vaya a olvidar el motivo de la carta. Porque sí, pues.
También porque perdí el libro que me regaló y porque ese ratón cambista que suele ser el destino (?) ha repuesto el libro perdido con otro libro. Y porque se me ha quedado bailando en la cabeza una parte de su libro "Las palabras Andantes".
Porque dice así:
"¿Sabe callar la palabra cuando ya no se encuentra con el momento que la necesita ni con el lugar que la quiere?. Y la boca, ¿sabe morir?". Ventana sobre la palabra (VIII), p.262.
Y entonces yo me he recostado para pensar y fumar. Es de madrugada y como almohada tengo un fusil (bueno, en realidad no es un fusil, es una carabina que fue de un policía hasta enero de 1994. Antes servía para matar indígenas, ahora sirve para que no los maten). Con las botas puestas y la pistola recostada a un lado, cerca de la mano, pienso y fumo. Afuera, alrededor de humo y pensamientos, mayo se engaña a sí mismo fingiendo que es junio y hay ahora una tormenta de lluvia, rayos y truenos que logró lo que parecía imposible: callar a los grillos.
Pero yo no estoy pensando en la lluvia, no estoy tratando de adivinar cuál de los relámpagos que está por rasguñar la tela de la noche será el de la muerte, ni siquiera me preocupa que el techito de nylon que cubre mi estancia es demasiado pequeño y se moja la orilla del camastro (¡Ah! Porque resulta que me hice una camita de ramas y horcones, amarrados con bejucos. Lo hice porque la uso de escritorio, bodega y, a veces, para dormir. En la hamaca no me acomodo o me acomodo demasiado, me quedo muy dormido y el sueño profundo es un lujo que, acá, se puede pagar muy caro. En la cama de varillas de palo se está lo suficientemente incómodo como para que el sueño sea apenas un pestañazo).
No, no me preocupan ni la noche, ni la lluvia, ni los truenos. Me preocupa eso de "¿Sabe callar la palabra cuando ya no se encuentra con el momento que la necesita ni con el lugar que la quiere?. Y la boca, ¿sabe morir?". El libro me lo mandó la Ana María, una indígena tzotzil que tiene el grado de mayor de infantería en nuestro ejército. Alguien se lo mandó a ella y ella me lo mandó a mí, sin saber que yo perdí un su libro de usted y este libro repone el libro perdido, que no es lo mismo pero tampoco es igual. El libro está lleno de dibujitos en tinta negra y yo creo que así deben ser los libros y las palabras: dibujitos que salen de la cabeza o la boca o las manos y que van y se ponen a bailar en el papel, cada que el libro se abre, y en el corazón cada que el libro se lee. El libro es el regalo más grande que el hombre se ha dado a sí mismo. Pero volvamos a su libro de usted que yo tengo ahora. Lo leí con un cabito de vela que cargaba en la mochila.
El último tramo de pabilo se fue con esa página 262 (¡capicúa!, ¿no? ¿una señal?). Y entonces me recordé la frase aquella de Perón que me mandó y luego mi torpe respuesta y, más después, el libro que me envió. Y aquí la pena de contarle que el libro lo dejé botado en la "graciosa huida" de febrero. Y entonces me llegan este libro y las letras sobre el saber callar. Y yo ya llevo varias noches dándole vueltas al asunto, aun antes de que me llegara el libro. Y me pregunto si no llegó la hora de callar, si no será que ya se pasó el momento y ya no es el lugar, si no es la hora de morir la boca...
Y le escribo esto en una madrugada de mayo, pasado ya el 30 de abril de 1995, que es el día del niño acá en México. Nosotros los niños mexicanos celebramos ese día, las más de las veces, a pesar de los adultos. Por ejemplo, gracias al supremo gobierno, hoy muchos niños indígenas mexicanos celebran su día en la montaña, lejos de sus casa, en malas condiciones de higiene, sin fiesta y con la pobreza más grande: la de no tener un lugar donde recostar el hambre y la esperanza. El supremo gobierno dice que no ha expulsado a estos niños de sus hogares, sólo ha metido a miles de soldados en sus terrenos. Con los soldados llegaron el trago, la prostitución, el robo, las torturas, los hostigamientos. Dice el supremo gobierno que los soldados vienen a "defender la soberanía nacional". Los soldados del gobierno "defiende" a México de los mexicanos. Estos niños no han sido expulsados, dice el gobierno, y no tienen por qué sentirse espantados de tantos tanques de guerra, cañones, helicópteros, aviones y miles de soldados. Tampoco tienen por qué asustarse, aunque esos soldados traigan órdenes de detener y matar a los papás de estos niños. No, estos niños no han sido expulsados de sus casa. Comparten el piso irregular de la montaña por el gusto de estar cerca de sus raíces, comparten la sarna y la desnutrición por el simple placer de rascarse y por lucir una figura esbelta.
Los hijos de los dueños del gobierno pasan su día en fiestas y regalos.
Los hijos de los zapatistas, dueños de nada como no sea su dignidad, pasan su día jugando a que son soldados que recuperan las tierras que les quitó el gobierno, juegan a que siembran la milpa, a que van por leña, a que se enferman y nadie los cura, a que tienen hambre y, en lugar de comida, se llenan la boca de canciones. Por ejemplo, esa canción, que les gusta cantar en la noche, cuando más cerradas son la lluvia y la niebla, y que dice, más o menos así:
"Ya se mira el horizonte,
combatiente zapatista,
el camino marcará
a los que vienen atrás".
Y, por ejemplo, en el horizonte aparece, marcando el paso, el Heriberto. Y atrás del Heriberto, por ejemplo, va el hijito del Oscar que lo llaman Osmar. Y van, los dos, armados de sus dos varitas que pasaron a llevar de un acahual cercano ("No son varitas", dice el Heriberto y asegura que se trata de poderosas armas que son capaces de destruir un nido de hormigas arrieras que está cerca del arroyo y que le picaron al Heriberto y hubo de tomar represalias). Avanzan el Heriberto y el Osmar en columna. Y por el frente opuesto avanza la Eva, armada de un palo que tiene la ventaja de convertirse en muñeca cuando el ambiente es menos bélico. Y detrás de la Eva viene la Chelita, que levanta sus casi dos años apenas unos centímetros del suelo y que tiene unos ojos de venado lampareado que ya desvelarán, alguna noche, al tal Heriberto o al que se deje herir por destello tan moreno. Y atrás de la Chelita va un chuchito (perrito) que de puro flaco parece una marimba diminuta.
Y a mí todo esto me lo están contando, pero como si lo estuviera viendo al Wellington frente a Napoleón en esa película que se llamó "Waterloo" y, creo, salía el Orson Wells y al Napoleón lo derrotaban por culpa de un dolor de panza. Pero aquí no hay Orson que valga, ni flanqueos de infantería, ni apoyo de artillería, ni defensa en cuadro contra las cargas de los de a caballo, porque tanto el Heriberto como la Eva han decidido optar por el ataque frontal y sin escaramuzas ni tanteos previos. Yo estoy a punto de opinar que eso parece batalla de sexos, pero ya se está lanzando el Heriberto sobre la Chelita, evitando la carga directa de la Eva que se ve, de pronto, frente a un Osmar que no la espera cara a cara, ni de pie sino que está de lado y en cuclillas porque ahí no más le dieron ganas de cagar y la Eva proclama que el Osmar se cagó de miedo y el Osmar no dice nada porque ahora quiere montar el chuchito se le acercó a oler, y en el entretanto la Chelita se puso a llorar cuando vio venir al Heriberto y el Heriberto ahora no sabe qué hacer para que se calle la Chelita y le ofrece una piedrita de regalo ("Acaso es piedrita", dice el Heriberto que asegura que se trata de oro puro) y la Chelita nada que para su chilladera y yo estoy pensando que hasta que le dieron una sopa de su propio chocolate al Heriberto cuando llega la Eva, en maniobra que llaman de "voltear la posición enemiga", y le cae el Heriberto por la espalda (cuando Heriberto ya le está ofreciendo su arma antihormiga-arriera a la Chelita, la cual está considerando la oferta, entre chillido y chillido), y entonces, ¡pácatelas!, la muñeca-arma de la Eva llega en su cabeza del Heriberto y empieza la chilladera, (estereofónica, porque la Chelita se siente estimulada por los gritos del Heriberto y no se quiere quedar atrás), y hay sangre y ya viene la mamá de no sé quien, pero trae un cinturón en la mano y los dos ejércitos se desbandan y el campo de batalla queda desierto y en la enfermería declaran que el Heriberto tiene un chipote del tamaño de su nariz y que, como la Eva está intacta, ganaron la mujeres en esta batalla. El Heriberto se queja de arbitraje parcial y prepara el contra-ataque pero no será hasta mañana porque ahorita hay que comer los frijoles que no llenan ni el plato ni la panza...
Y así pasaron el día del niño, dicen, los niños de un poblado que se llama Guadalupe Tepeyac. En la montaña lo pasaron, porque en su pueblo hay varios miles de soldados defendiendo "la soberanía nacional". Y dice el Heriberto que, cuando sea grande, va a ser chofer de un camioncito y piloto de avión no quiere ser porque, dice, si se le poncha la llanta del carrito, ahí nomás te bajas y te vas caminando, en cambio si se le poncha la llanta al avión no hay para donde hacerse. Y yo me digo que cuando sea grande voy a ser uruguayo-argentino y escritor, en ese orden, y no crea usted que será fácil porque lo que es el mate, no lo puedo tragar.
Pero no era esto lo que yo quería contarle. Lo que yo quería era contarle un cuento para que usted lo cuente:
Me enseñó el Viejo Antonio que uno es tan grande como el enemigo que escoge para luchar, y que uno es tan pequeño como grande el miedo que se tenga. "Elige un enemigo grande y esto te obligará a crecer para poder enfrentarlo. Achica tu miedo porque, si él crece, tú te harás pequeño", me dijo el Viejo Antonio una tarde de mayo y lluvia, en esa hora en que reinan el tabaco y la palabra. El gobierno le teme al pueblo de México, por eso tiene tantos soldados y policías. Tiene un miedo muy grande. En consecuencia, es muy pequeño. Nosotros le tenemos miedo al olvido, al que hemos ido achicando a fuerza de dolor y sangre. Somos, por tanto, grandes.
Cuéntelo usted en algún escrito. Ponga que se lo contó el Viejo Antonio. Todos hemos tenido, alguna vez, un Viejo Antonio. Pero si usted no lo tuvo, yo le presto el mío por esta vez. Cuente usted que los indígenas de sureste mexicano achican su miedo para hacerse grandes, y escogen enemigos descomunales para obligarse a crecer y ser mejores.
Esa es la idea, estoy seguro que usted encontrará mejores palabras para contarlo. Escoja usted una noche de lluvia, relámpagos y viento. Verá cómo el cuento sale así nomás, como un dibujito que se pone a bailar y a dar calor a los corazones que para eso son los bailes y los corazones.
Vale. Salud y un muñequito sonriente, como ésos con los que firma.
Montañas del Sureste mexicano
Subcomandante Insurgente Marcos
P.D. de advertencia policiaca. Es mi deber informarle que soy, para el supremo gobierno de México, un delincuente. Por lo tanto mi correspondencia puede ser implicatoria. Le ruego que se grabe usted el contenido de la presente, es decir, la encomienda que suplica, y destrúyala inmediatamente. Si el papel fuera de chicle, le recomendaría que lo comiera y, masticando, se pusiera a hacer esas bombitas de chicle que tanto escandalizan a las buenas conciencias, y que demuestran la falta de urbanidad y educación de quien las hace. Aunque hay algunos que las hacen con la esperanza de que una de las bombitas sea lo suficientemente grande como para llevarlo a uno de esa ruta luminosa que, allá arriba, se alarga... como se alargan el dolor y la esperanza sobre el cielo de nuestra América.
P.D. improbable. Salude usted de mi parte, si lo ve, al tal Benedetti. Dígale usted, por favor, que sus letras, puestas por mi boca en el oído de una mujer, arrancaron alguna vez un suspiro como esos que echan a andar a la humanidad entera. Dígale también, que quién quita y lo de "Marcos" fue por "el cumpleaños de Juan Ángel".
A: Eduardo Galeano.
Montevideo, Uruguay.
De: Subcomandante Insurgente Marcos
Montagne del Sudest Messicano. Chiapas, México.
Le scrivo perché... perché mi hanno messo voglia di scriverle. Perché è appena trascorsa la giornata del fanciullo qui in Messico e sento che con lei posso parlare di quello che succede qua, in una giornata del fanciullo, in mezzo a una guerra sorda. Le scrivo perché non ho nessuna ragione per farlo e, allora, posso così raccontarle quello che succede o quello che mi passa per la mente, senza la preoccupazione che dimentichi il motivo della lettera. Perché sì, ecco.
Anche perché ho perso il libro che lei mi ha regalato e perché quel topo cambiavalute che solitamente si chiama destino (?) ha rimpiazzato il libro smarrito con un altro libro. E perché mi è rimasto a frullarmi in testa una parte del suo libro "Le parole in cammino".
Perché dice così:
"Sa tacere la parola quando non è il momento in cui ce n'è bisogno né si trova al posto giusto? E la bocca, sa morire?". Finestra sulla parola (VIII), p.262.
E allora io mi sono accucciato a pensare e fumare. È di buon mattino e come cuscino ho un fucile (beh, in realtà non è un semplice fucile, è un fucile d'assalto che era di un poliziotto fino al gennaio del 1994. Prima serviva per ammazzare indigeni, ora serve a che non li ammazzino). Con gli stivali appaiati e la pistola che mi pende su un fianco, vicino alla mano, penso e fumo. Fuori, attorno al fumo e ai pensieri, maggio inganna sé stesso facendo finta di essere giugno e c'è ora un temporale con tanto di pioggia, lampi e tuoni che è riuscito in ciò che sembrava impossibile: far tacere i grilli.
Ma io non sto pensando alla pioggia, non sto tirando a indovinare quale dei lampi che sta per graffiare il tessuto della notte sarà quello della morte, neanche mi preoccupo che il soffitto di nailon che copre il mio rifugio sia troppo piccolo e si bagni il bordo della branda (Ah! Perché si dà il caso che mi sono fatto un lettino di rami e arbusti, legati con liane. L'ho fatto perché mi serva da scrivania, dispensa e, a volte, per dormire. Nell'amaca non mi stendo o mi rilasso troppo, rimango molto addormentato ed il sonno profondo è un lusso che, qui, può si può pagare molto caro. Nel letto di assi di legno si sta sufficientemente scomodi così che il sonno sia appena un pisolino).
No, non mi preoccupano né la notte, né la pioggia, né i tuoni. Mi preoccupa quel "Sa tacere la parola quando non non è il momento in cui ce n'è bisogno né si trova al posto giusto?. E la bocca, sa morire?". Il libro me lo mandò l'Ana María, una indigena tzotzil che nel nostro esercito ha il grado di maggiore di fanteria. Qualcuno lo mandò a lei e lei lo mandò a me, senza sapere che io ho perso un suo libro e questo libro rimpiazza il libro perso che non è la stessa cosa ma neppure è uguale. Il libro è pieno di disegnini di inchiostro nero e credo che così debbano essere i libri e le parole: disegnini che escono dalla testa o la bocca o le mani e che vanno e si mettono a ballare sulla carta, ogni volta che il libro si apre, e nel cuore di ognuno che il libro legge. Il libro è il regalo più grande che l'uomo abbia fatto a sé stesso. Ma ritorniamo al suo libro che io ho ora tra le mani. L'ho letto con un moccolo di candela che mi trovavo nello zaino.
L'ultimo tratto di stoppino si consumò con quella pagina 262 (numero bifronte!, no? un segno?). Ed allora mi sono ricordato la frase di Perón quella che mi indirizzò e quindi la mia rozza risposta e, ancora dopo, il libro che lei mi inviò. E quindi la pena di raccontarle che il libro lo lasciai andare nella "graziosa fuga" di febbraio. Ed ecco che mi arrivano questo libro e le lettere sul saper tacere. Ed io sono già da varie notti che mi rigiravo sul tema, ancor prima che mi arrivasse il libro. E mi domando se non sia arrivata l'ora di tacere, se per caso non sia già passato il momento e non sia oramai più il luogo, se cioè non è l'ora di morire la bocca...
E le scrivo questo in un'alba di maggio, quando ormai è già passato il 30 aprile del 1995, che è qui in Messico la giornata del fanciullo. Noi i bambini messicani li celebriamo in questo giorno, il più delle volte, nonostante gli adulti. Per esempio, grazie al supremo governo, oggi molti bambini indigeni messicani celebrano il giorno a loro dedicato in montagna, lontano dalla propria casa, in cattive condizioni di igiene, senza festa e con la povertà più grande: quella di non avere un luogo dove appoggiare la fame e la speranza. Il supremo governo dice che non ha cacciato questi bambini dalle proprie case, ha messo solo migliaia di soldati nelle loro terre. Coi soldati arrivarono l'alcol, la prostituzione, il furto, le torture, le fustigazioni. Dice il supremo governo che i soldati vengono a "difendere" la sovranità nazionale.
I soldati del governo "difendono" il Messico dai messicani. Questi bambini non sono stati cacciati, dice il governo, e non hanno motivo di sentirsi impauriti di tanti carri armati, cannoni, elicotteri, aeroplani e migliaia di soldati. Neanche hanno di che spaventarsi, benché questi soldati abbiano l'ordine di fermare ed ammazzare i papà di questi bambini. No, questi bambini non sono stati cacciati delle loro case. Condividono il terreno irregolare della montagna per il gusto di stare vicino alle proprie radici, condividono la scabbia e la denutrizione per il semplice piacere di grattarsi e per sfoggiare una figura snella.
I figli dei padroni del governo passano invece il loro giorno tra feste e regali.
I figli degli zapatisti, padroni di niente che non sia la propria dignità, passano il loro giorno a giocare a fare i soldati che recuperano le terre che gli ha tolto il governo, a seminare la milpa, andare per legna e ammalarsi senza che nessuno li curi, ad aver fame e, invece di cibo, riempirsi la bocca di canzoni. Per esempio, quella canzone, che piace loro cantare di notte, quando più fitte sono la pioggia e la nebbia, e che fa più o meno così:
"Già si scorge all'orizzonte,
combattente zapatista,
il cammino segnerà
per quanti vengon dietro".
E, per esempio, all'orizzonte compare, segnando il passo, l'Heriberto. E dietro l'Heriberto, per esempio, va il figlio dell'Oscar che tutti chiamano Osmar. E vanno, i due, armati delle loro due bacchette che si sono procurati da un cespuglio vicino ("non sono bacchette", dice l'Heriberto ed assicura che si tratta di poderose armi che sono capaci di distruggere un nido di formiche rosse che sta vicino al ruscello e che hanno punto all'Heriberto il quale ha dovuto adottare rappresaglie). Avanzano l'Heriberto e l'Osmar in colonna. E per il fronte opposto avanza l'Eva, armata di un randello che ha il vantaggio di trasformarsi in bambola quando l'ambiente è meno bellico. E dietro l'Eva viene la Chelita che alza i suoi quasi due anni appena alcuni centimetri dal suolo e che ha degli occhi di cerbiatto illuminato che già avranno tenuto sveglio, qualche notte, il tal Heriberto o chi altri si sia lasciato ferire da uno scintillio tanto bruno. E dietro la Chelita va un chuchito (cagnolino) che color del sigaro sembra una piccola marimba.
E a me tutto questo me lo stanno raccontando, ma è come se stessi vedendo Wellington di fronte Napoleone in quel film che si intitolava "Waterloo" e, credo, con la partecipazione di Orson Wells, in cui Napoleone veniva sconfitto per colpa di un mal di pancia. Ma non c'è qui Orson che valga, né aggiramenti di fanteria, né appoggio di artiglieria, né difesa a quadrato contro le cariche di quelli a cavallo, perché tanto l'Heriberto come la Eva hanno deciso optare per l'attacco frontale e senza scaramucce né prove previe. Io sto per pensare che questa sembra la battaglia dei sessi, ma già si sta lanciando l'Heriberto sulla Chelita, evitando all'improvviso la carica diretta della Eva che si vede di fronte un Osmar che non l'aspetta faccia a faccia né in piedi, ma sta di lato e coccoloni perché lì non potè tenerla più e gli venne voglia di cagare e l'Eva proclama che l'Osmar si cagò sotto per la paura e l'Osmar non dice niente perché ora vuole montare il cagnolino che gli si è avvicinato per annusare, e nel frattempo la Chelita si è messa a piangere quando ha visto venire l'Heriberto e l'Heriberto ora non sa che cosa fare perché la Chelita stia buona e gli offre una pietra in regalo ("Solo per caso è una pietra", dice l'Heriberto che assicura che si tratta di oro puro) e la Chelita non c'è niente che fermi il suo frignare ed io sto pensando la finirà solo quando daranno una zuppa del suo proprio cioccolato all'Heriberto quando arriva la Eva, con una manovra che chiamano di "aggiramento delle posizioni nemiche", e gliele dà all'Heriberto sulla schiena (quando Heriberto sta ormai offrendo la sua arma formiche-rosse alla Chelita, la quale sta considerando l'offerta, tra un piagnucolio e l'altro) e allora, apriti cielo!, la bambola-arma dell'Eva arriva sulla testa dell'Heriberto ed incomincia il piagnisteo, (stereofonico, perché la Chelita si sente stimolata dalle grida dell'Heriberto e non vuole rimanere indietro), e c'è sangue e viene già la mamma di non so chi, ma porta una cinghia in mano ed i due eserciti si disperdono ed il campo di battaglia rimane deserto e nell'infermeria dichiarano che l'Heriberto ha un bernoccolo del volume del suo naso e che, siccome l'Eva è incolume, furono le donne a vincere in questa battaglia. L'Heriberto si lamenta dell'arbitraggio parziale e prepara il contro-attacco ma non ci sarà fino domani perché adesso bisogna mangiare i fagioli che non riempiono né il piatto né la pancia...
E così passarono la giornata del fanciullo, si dice, i bambini di un villaggio che si chiama Guadalupe Tepeyac. Lo passarono in montagna, perché nel loro paese ci sono varie migliaia di soldati che difendendo "la sovranità nazionale". E dice l'Heriberto che, quando sarà grande, farà l'autista di un camioncino e non vuole fare il pilota di aeroplano perché, dice, se ti si rompe la ruota del carretto, non fai altro che scendere lì e proseguire a piedi, invece se si buca la ruota dell'aeroplano non c'è modo di fare lo stesso. Ed io mi dico invece che quando sarò grande sarò uruguaiano-argentino e scrittore, in quest'ordine, e non creda lei che sarà facile perché quello che chiamano mate, non riesco a mandarlo giù.
Ma non era questo quello che volevo raccontarle. Quello che volevo era narrarle una storia affinché lei la racconti:
Mi insegnò il Vecchio Antonio che uno è tanto grande quanto il nemico che sceglie di combattere, e che uno è tanto piccolo quanto grande la paura che ne ha. "Scegli un nemico grande e questo ti obbligherà a crescere per poter affrontarlo. Rimpicciolisci la tua paura perché, se lei cresce, tu diventerai piccolo", mi disse il Vecchio Antonio un pomeriggio di maggio e pioggia, in quell'ora in cui regnano il tabacco e la parola. Il governo teme il popolo del Messico, e per quel motivo ha tanti soldati e poliziotti. Ha una paura molto grande. Di conseguenza, è molto piccolo. Noi abbiamo paura della dimenticanza, per cui abbiamo continuato a rimpicciolire a forza di dolore e sangue. Siamo, pertanto, grandi.
Lo racconti lei in qualche scritto. Dica che glielo raccontò il Vecchio Antonio. Tutti abbiamo avuto, qualche volta, un Vecchio Antonio. Ma seppure lei non l'ebbe, io le presto il mio per questa volta. Racconti che gli indigeni del sudest messicano rimpiccioliscono la loro paura per diventare grandi, e scelgono nemici enormi per impegnarsi a crescere ed essere migliori.
Questa è l'idea, e sono sicuro che lei troverà migliori parole per raccontarla. Scelga una notte di pioggia, lampi e vento. Vedrà come il racconto riesce come non mai, come un disegnino che si mette a ballare e a scaldare i cuori che per questo son fatti i balli e i cuori.
Vale. Salute e uno scaraboccio sorridente, come quelli coi quali firma.
Montagne del Sudest messicano
Subcomandante Insurgente Marcos
P.S. di avvertimento poliziesco. È mio dovere informarla che sono, per il supremo governo del Messico, un delinquente. Pertanto la mia corrispondenza può essere compromettente. La prego, si fissi a mente il contenuto della presente, cioè la commenda che supplica, e la distrugga immediatamente. Se la carta fosse gomma da masticare, le raccomanderei di mangiarla e, masticando, di mettersi a fare quelle bolle di gomma da masticare che tanto scandalizzano le buone coscienze, e che dimostrano la mancanza di urbanità e buona educazione di chi le fa. Benché ci siano alcuni che le fanno con la speranza che una delle bolle sia sufficientemente grande da portarlo per una di quei percorsi luminosi che, lassù, si allungano... come si allungano il dolore e la speranza sui cieli della nostra America.
P.S. improbabile. Saluti da parte mia, se lo vede, il tal Benedetti. Gli dica, per favore, che le sue lettere, messe dalla mia bocca nell'orecchio di una donna, strapparono qualche volta un sospiro come quelli che cominciarono a far camminare l'umanità intera. Gli dica anche che chissà che la sorte di "Marcos" non sia "il compleanno di Juan Ángel".
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