El poder de las palabras




Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allá, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido, sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin en el universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos de animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y los ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.
Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sinadivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo más que su timidez. Se acercó a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.
"¿Qué es esto?", preguntó.
"La página deportiva del periódico", replicó el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.
"Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Negro Tiznao en el tercer round."
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.
"A ti te busco" le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
"Por fin despiertas, mujer", dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.
Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.
"¿Eres la que vende palabras?", preguntó.
"Para servirte", balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.
El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al hombre más solo de este mundo.
"Quiero ser Presidente", dijo él.
Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años durmiendo a la intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio para apoderarse del gobierno, tal como tomarori tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre.
"Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un discurso?", preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus brazos.
Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de s aspecaminante y sus senos virginales. Descartó las palabra 'ras y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba sujetándolo con la punta de los dedos.
"¿Qué carajo dice aquí?", preguntó por último.
"¿No sabes leer?"
"Lo que yo sé hacer es la guerra", replicó él. Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.
"Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve, Coronel", aprobo el Mulato.
"¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?", preguntó el jefe.
"Un peso, Coronel."
"No es caro" dijo él abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los restos del último botín.
"Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas", dijo Belisa Crepusculario.
"¿Cómo es eso?"
Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusivo. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien. Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde él estaba sentado y se inclinó para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.
"Son tuyas, Coronel", dijo ella al retirarse. "Puedes emplearlas cuanto quieras".
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.
En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allá donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por él. Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del Candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de él. Viajaron de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus f rases, y así creció el número de sus seguidores y de sus enemigos.
"Vamos bien, Coronel", dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo del olor montuno, el calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.
"¿Qué es lo que te pasa, Coronel?", le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.
"Dímelas, a ver si pierden su poder", le pidió su fiel ayudante.
"No te las diré, son sólo mías", replicó el Coronel.
Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.
"Tú te vienes conmigo", ordenó.
Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco estaba dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron el campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.
"Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría", dijo apuntando el cañon de su fusil a la nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y... le tomó la mano.

Dos palabras, Isabel Allende




Portava il nome di Belisa Crepuscolario, ma non per certificato di battesimo o trovata di sua madre, bensì perché lei stessa l'aveva cercato fino a scoprirlo e a indossarlo. Il suo mestiere era vendere parole. Percorreva il paese dalle contrade più elevate e fredde alle coste torride, installandosi nelle fiere e nei mercati, dove montava quattro pali con un tendone, sotto il quale si proteggeva dalla pioggia e dal sole per servire i clienti. Non aveva bisogno di decantare la sua mercanzia, perché dal tanto girovagare la conoscevano tutti. C'era chi l'aspettava da un anno all'altro, e quando si presentava in paese col suo fardello sottobraccio si metteva in coda davanti alla sua bancarella. Vendeva a prezzi onesti. Per cinque centesimi forniva versi a memoria, per sette migliorava la qualità dei sogni, per nove scriveva lettere da innamorati, per dodici inventava insulti per nemici irriconciliabili. Vendeva anche storie, ma non storie di fantasia, lunghe storie vere che recitava d'un fiato, senza saltare nulla. Così portava le notizie da un paese all'altro. La gente la pagava per aggiungere una o due righe: è nato un bimbo, è morto il tale, i nostri figli si sono sposati, son bruciati i raccolti. In ogni località le si radunava attorno una piccola folla per ascoltarla quando cominciava a parlare, e così venivano a sapere della vita degli altri, dei parenti lontani, delle vicende della Guerra Civile. A chi acquistava per almeno cinquanta centesimi regalava una parola segreta per cacciare la malinconia. Non la stessa per tutti, naturalmente, perché sarebbe stato un inganno collettivo. Ciascuno riceveva la sua con la certezza che nessun altro l'avrebbe adoperata per quello scopo nell'universo e dintorni.
Belisa Crepuscolario era nata in una famiglia così povera da non possedere neppure nomi per chiamare i figli. Venne al mondo e crebbe nella regione più inospitale, dove in certi anni le piogge si tramutano in valanghe d'acqua che si portan via tutto, e in altri non cade una goccia dal cielo, il sole s'ingigantisce fino a colmare l'orizzonte intero e il mondo si trasforma in un deserto. Fino ai dodici anni non ebbe altra occupazione e virtù che sopravvivere alla fame e alla fatica di secoli. Durante un'interminabile siccità le toccò seppellire quattro fratelli minori, e quando capì che veniva il suo turno decise di marciare per le pianure diretta al mare, per vedere se nel viaggio riusciva a beffare la morte. La terra era erosa, spaccata in profonde crepe, disseminata di pietre, fossili d'alberi e d'arbusti spinosi, scheletri d'animali sbiancati dalla calura. Di tanto in tanto s'imbatteva in famiglie che come lei andavano a sud, seguendo il miraggio dell'acqua. Alcuni avevano iniziato la marcia portandosi i loro averi in spalla o su un carretto, ma riuscivano appena a muovere le proprie ossa e poco dopo dovevano abbandonare tutto. Si trascinavano penosamente, la pelle fatta squame di lucertola e gli occhi bruciati dal riverbero della luce. Belisa li salutava con un gesto passando, ma non si fermava perché non poteva sprecare le proprie forze in esercizi di compassione. Molti caddero lungo il cammino, ma lei era talmente caparbia che riuscì ad attraversare l'inferno e ad arrivare finalmente alle prime sorgenti, sottili fili d'acqua quasi invisibili che alimentavano una vegetazione rachitica, e che più avanti si tramutavano in ruscelli e stagni.
Belisa Crepuscolario salvò la vita e per di più scoprì casualmente la scrittura. Giunta in un villaggio nelle vicinanze della costa, il vento le posò ai piedi una pagina di giornale. Raccolse quel foglio ingiallito e friabile e rimase ad osservarlo a lungo senza indovinarne l'uso, finché la curiosità poté più della timidezza. Si avvicinò a un uomo che lavava un cavallo nella stessa pozza torbida in cui aveva saziato la sua sete.
"Che cos'è questo?", chiese.
"La pagina sportiva del giornale", replicò l'uomo senza dimostrarsi sorpreso della sua ignoranza.
La risposta lasciò attonita la ragazza, che però non volle sembrar sfacciata e si limitò a indagare il significato delle zampette di mosca tracciate sulla carta.
"Sono parole, bimba. Qui dice che Fulgencio Barba ha messo k.o. il Negro Tiznao al terzo round."
Quel giorno Belisa Crepuscolario apprese che le parole vagano libere senza padrone, e chiunque con un po' di abilità può impadronirsene per farne commercio. Considerò la propria situazione e concluse che a parte prostituirsi o impiegarsi come domestica nelle cucine dei ricchi erano pochi i mestieri che poteva fare. Vendere parole le parve un'alternativa decente. A partire da quel momento esercitò questa professione, e mai s'interessò ad altre. All'inizio offriva la sua merce senza sospettare che le parole si potessero scrivere anche fuori dai giornali. Quando lo seppe calcolò le infinite proiezioni della sua attività, con i suoi risparmi pagò venti pesos a un prete affinché le insegnasse a leggere e scrivere, e con i tre avanzati si comprò un dizionario. Lo esaminò dall'A alla Z e poi lo gettò in mare, perché non era sua intenzione truffare i clienti con parole inscatolate.
Diversi anni dopo, una mattina d'agosto, Belisa Crepuscolario si trovava nel centro di una piazza, seduta sotto il suo tendone a vendere argomentazioni giuridiche a un vecchio che sollecitava la pensione da diciassette anni. Era giorno di mercato e attorno c'era un gran tramestio. D'un tratto si sentirono urla e cavalli al galoppo; alzò gli occhi dalla scrittura e vide prima una nuvola di polvere e subito dopo un gruppo di cavalieri che irruppe nella piazza. Erano gli uomini del Colonnello, comandati dal Mulatto, un gigante famoso in tutta la zona per la sveltezza del suo coltello e la lealtà verso il suo capo. Entrambi, il Colonnello e il Mulatto, avevano passato la vita impegnati nella Guerra Civile, e i loro nomi erano irremissibilmente legati al tumulto e alla calamità. I guerrieri entrarono in paese come una mandria impazzita, avvolti dal frastuono, fradici di sudore, spargendo sui loro passi un terrore da uragano. Fuggirono svolazzando le galline, scapparono all'impazzata i cani, corsero via le donne con i figli e nel mercato non rimase anima viva tranne Belisa Crepuscolario, che non aveva mai visto il Mulatto e pertanto si meravigliò che questi si rivolgesse a lei.
"Proprio te cerco" le gridò indicandola con la frusta arrotolata, e prima che avesse finito di dirlo due uomini piombarono sulla donna abbattendo la tenda e fracassando il calamaio, la legarono mani e piedi e la gettarono di traverso come un saccone da marinaio sulla groppa del cavallo del Mulatto. Partirono al galoppo verso le colline.
Qualche ora dopo, quando Belisa Crepuscolario si trovava in punto di morte con il cuore mutato in sabbia per gli scossoni del cavallo, sentì che si fermavano e quattro mani possenti la posarono a terra. Cercò di mettersi in piedi e di sollevare la testa con dignità, ma le forze le mancarono e si abbatté con un sospiro, sprofondando in un sonno offuscato. Si svegliò diverse ore dopo con il mormorio della notte nei campi, ma non ebbe il tempo di decifrare quei suoni perché aprendo gli occhi si vide dinanzi lo sguardo impaziente del Mulatto, inginocchiato al suo fianco.
"Finalmente ti sei svegliata, donna", disse porgendole la borraccia affinché bevesse un sorso di acquavite con polvere da sparo e finisse di riprendere i sensi.
Volle sapere la ragione di tale maltrattamento, e lui le spiegò che il Colonnello aveva bisogno dei suoi servigi. Le permise di bagnarsi la faccia e poi la portò a un'estremità dell'accampamento, dove l'uomo più temuto del paese riposava su un'amaca tesa fra due alberi. Non poté vedergli il volto, coperto dall'ombra incerta del fogliame e dall'ombra incancellabile di molti anni di vita da bandito, ma immaginò che dovesse avere un'espressione dura se il suo gigantesco aiutante gli si rivolgeva con tanta umiltà. La sorprese la sua voce, soave e ben modulata come quella di un professore.
"Sei quella che vende parole?", chiese.
"Per servirti", balbettò lei, scrutando nella penombra per vederlo meglio.
Il Colonnello si alzò in piedi e la luce della torcia impugnata dal Mulatto lo colpì di fronte. La donna vide la sua pelle scura e i suoi fieri occhi da puma e seppe all'istante di trovarsi di fronte all'uomo più solo di questo mondo.
"Voglio diventare Presidente", disse lui.
Era stanco di vagare per quella terra maledetta in guerre inutili e in sconfitte che nessun sotterfugio poteva trasformare in vittorie. Da molti anni dormiva alle intemperie straziato dalle zanzare, cibandosi di iguana e zuppa di serpente, ma questi inconvenienti minori non costituivano ragione sufficiente per mutare destino. Ciò che in realtà lo infastidiva era il terrore negli occhi altrui. Desiderava fare il suo ingresso nei villaggi sotto archi di trionfo, tra bandiere variopinte e fiori, desiderava che lo applaudissero e gli recassero in dono uova fresche e pane appena sfornato. Era stanco di vedere che al suo passaggio gli uomini si davano alla fuga, le donne abortivano di spavento e i bambini tremavano, perciò aveva deciso di diventare Presidente. Il Mulatto gli aveva suggerito di marciare sulla capitale e di entrare al galoppo nel Palazzo per impadronirsi del governo, come avevano preso tante altre cose senza chiedere il permesso, ma al Colonnello non interessava diventare un ulteriore tiranno, di questi personaggi ne avevano già avuti abbastanza da quelle parti, e per di più in quella maniera non avrebbe ottenuto l'affetto della gente. La sua idea consisteva nell'essere eletto per votazione popolare alle elezioni di dicembre.
"Perciò devo saper parlare come un candidato. Puoi vendermi le parole per un discorso?", chiese il Colonnello a Belisa Crepuscolario.
Lei aveva accettato molti incarichi, ma nessuno come quello; tuttavia non poté rifiutarsi, temendo che il Mulatto le ficcasse una pallottola tra gli occhi, o peggio ancora che il Colonnello si mettesse a piangere. D'altro canto sentì l'impulso di aiutarlo, perché percepì un palpitante calore sulla sua pelle, un desiderio possente di toccare quell'uomo, di percorrerlo con le sue mani, di stringerlo fra le braccia.
Per tutta la notte e buona parte della giornata seguente Belisa Crepuscolario cercò nel suo repertorio le parole appropriate per un discorso presidenziale, sorvegliata da vicino dal Mulatto, che non staccava gli occhi dalle sue solide gambe da camminatrice e dai suoi seni verginali. Scartò le parole aspre e secche, quelle troppo fiorite, quelle ormai stinte dall'abuso, quelle che offrivano promesse improbabili, quelle carenti di verità e quelle confuse, per tenere solo quelle capaci di toccare con certezza il pensiero degli uomini e l'intuizione delle donne. Facendo uso delle conoscenze acquistate dal curato per venti pesos, scrisse il discorso su un foglio di carta e poi fece segno al Mulatto di sciogliere la corda con cui le aveva legato le caviglie a un albero. La condussero di nuovo dal Colonnello, e al vederlo riprovò la stessa palpitante ansietà del primo incontro. Gli porse il foglio e aspettò, mentre lui lo guardava tenendolo con la punta delle dita.
"Che cosa dice qui?", chiese infine.
"Non sai leggere?"
"So far la guerra, questo so io", replicò lui.
Lei lesse ad alta voce il discorso. Lo lesse tre volte, affinché il suo cliente potesse scolpirselo nella memoria. Quando ebbe finito vide l'emozione sul volto degli uomini della truppa che si erano radunati per ascoltarla, e notò che gli occhi marroni del Colonnello brillavano d'entusiasmo, sicuro che con quelle parole la poltrona presidenziale sarebbe stata sua.
"Se dopo averla sentita tre volte i ragazzi stanno ancora lì a bocca aperta, vuol dire che questa roba funziona, Colonnello", approvò il Mulatto.
"Quanto ti debbo per il tuo lavoro, donna?", chiese il capo.
"Un peso, Colonnello."
"Non è caro" disse lui aprendo la borsa che portava appesa al cinturone con i resti dell'ultimo bottino.
"Per giunta hai diritto a un omaggio. Ti spettano due parole segrete", disse Belisa Crepuscolario.
"Come sarebbe a dire?"
Procedette a spiegargli che per ogni cinquanta centesimi spesi da un cliente, lei gli faceva omaggio di una parola di uso esclusivo. Il capo si strinse nelle spalle, perché non gli interessava per niente quell'offerta, ma non volle essere scortese con chi l'aveva servito tanto bene. Lei si avvicinò senza fretta allo sgabello di cuoio su cui lui stava seduto, e si chinò per consegnargli il suo regalo. Allora l'uomo sentì l'odore di animale montano che esalava da quella donna, il calore da incendio che irradiavano i suoi fianchi, la carezza terribile dei suoi capelli, l'alito di verbena che gli sussurrava all'orecchio le due parole segrete alle quali aveva diritto.
"Sono tue, Colonnello", disse lei ritirandosi. "Le puoi usare quanto vuoi."
Il Mulatto accompagnò Belisa fino al limitare del sentiero, senza cessar di guardarla con occhi supplici da cane sperduto, ma quando tese la mano per toccarla lei lo fermò con un fiotto di parole inventate che ebbero la virtù di fugargli il desiderio, perché credette si trattasse di qualche maledizione irrevocabile.
Nei mesi di settembre, ottobre e novembre il Colonnello pronunciò il suo discorso tante volte che se non fosse stato fatto di parole fulgenti e durevoli l'uso l'avrebbe ridotto in cenere. Percorse il paese in ogni direzione, entrando nelle città con aria trionfale e fermandosi anche nei villaggi più dimenticati, laddove solo la traccia delle immondizie indicava la presenza umana, per convincere gli elettori a votare per lui. Mentre parlava su una pedana al centro della piazza, il Mulatto e i suoi uomini distribuivano caramelle e pitturavano il suo nome sui muri con talco dorato, ma nessuno prestava attenzione a quelle trovate da bottegaio, perché erano abbagliati dalla chiarezza dei suoi propositi e dalla lucidità poetica dei suoi argomenti, contagiati dal suo desiderio tremendo di correggere gli errori della storia, e allegri per la prima volta in vita loro. Terminata l'arringa del candidato, la truppa lanciava pistolettate al cielo e accendeva petardi, e quando infine si ritiravano restava dietro di loro una stella di speranza che perdurava nell'aria per molti giorni, come il magnifico ricordo di una cometa. Presto il Colonnello divenne l'uomo politico più popolare. Era un fenomeno mai visto, quell'uomo sorto dalla guerra civile, pieno di cicatrici e che parlava come un cattedratico, il cui prestigio si diffondeva per il territorio nazionale commuovendo il cuore della patria. La stampa si occupò di lui. Vennero da lontano i giornalisti per intervistarlo e ripetere le sue frasi, e così crebbe il numero dei suoi seguaci e dei suoi nemici.
"Andiamo bene, Colonnello", disse il Mulatto dopo dodici settimane di successi.
Ma il candidato non lo ascoltò. Stava ripetendo le sue due parole segrete, come faceva sempre più di frequente. Le diceva quando lo inteneriva la nostalgia, le mormorava addormentato, le portava con sé sul suo cavallo, le pensava prima di pronunciare il suo celebre discorso e si sorprendeva ad assaporarle senza accorgersene. E in ogni occasione in cui quelle due parole gli venivano alla mente, evocava la presenza di Belisa Crepuscolario e gli si sconvolgevano i sensi al ricordo dell'odore montano, del calore da incendio, della carezza terribile e dell'alito di verbena, finché cominciò a vagare come un sonnambulo e i suoi stessi uomini compresero che avrebbe finito di vivere prima di raggiungere la poltrona presidenziale.
"Che cosa ti succede, Colonnello?", gli chiese tante volte il Mulatto, fino a che un giorno il capo non ne poté più e gli confessò che la responsabilità del suo stato d'animo erano quelle due parole che portava inchiodate nel ventre.
"Dimmele, che vediamo se perdono il potere", gli chiese il fedele aiutante.
"Non te le dirò, sono solo mie", replicò il Colonnello.
Stanco di vedere il suo capo declinare come un condannato a morte, il Mulatto si mise il fucile in spalla e partì in cerca di Belisa Crepuscolario. Seguì le sue orme per tutta quella vasta geografia fino a trovarla in un paese del sud installata sotto il tendone del suo lavoro, narrando il suo rosario di notizie. Le si piantò davanti a gambe spalancate e l'arma in pugno.
"Tu vieni con me", ordinò.
Lei lo stava aspettando. Prese il calamaio, piegò la tenda della sua bancarella, si gettò lo scialle addosso e in silenzio scalò l'anca del cavallo. Non si scambiarono un gesto per tutto il cammino, perché nel Mulatto la voglia di lei si era mutata in rabbia, e solo la paura ispiratagli dalla sua lingua gli impediva di massacrarla a frustate. Né era disposto a comunicarle che il Colonnello s'era inebetito, e che quanto non avevano ottenuto in tanti anni di battaglie era stato provocato da un incantesimo sussurrato all'orecchio. Tre giorni dopo raggiunsero l'accampamento e subito condusse la sua prigioniera dal candidato, al cospetto di tutta la truppa.
"Ti ho portato questa strega perché tu le restituisca le sue parole, Colonnello, e perché lei ti renda il vigore", disse puntando la canna del fucile alla nuca della donna.
Il Colonnello e Belisa Crepuscolario si guardarono a lungo, misurandosi a distanza. Gli uomini compresero allora che ormai il loro capo non poteva più liberarsi dalla fattura di quelle due parole indemoniate, perché tutti poterono vedere gli occhi carnivori del puma farsi mansueti quando lei si fece avanti e... gli prese la mano.

Due parole, Isabel Allende

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