Vivir para contarlo






Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.





Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía.
Muchas gracias.


Gabriel García Márquez


Antonio Pigafetta, un navigatore fiorentino che accompagnò Magellano nel suo primo viag­gio attorno al mondo, scrisse, durante il suo passaggio attraverso l’America Meridionale, un rigoroso resoconto che sembrava una avventura dell’immaginazione. Raccontò di aver visto maiali con l’ombelico sul fianco, uccelli privi di zampe le cui femmine covavano le uova sulla schiena del maschio, e altri che sembravano pellicani senza lingua e i cui becchi avevano la forma di cucchiai. Raccontò di aver visto un mostruoso animale con testa e orecchie di mulo, corpo di cammello, zampe di cervo e nitrito di cavallo. Raccontò che il primo nativo incontrato in Patagonia fu messo davanti a uno specchio, e che quel gigante, impressionato, perse l’uso della ragione per la paura della propria immagine.
Questo libro, breve e affascinante, nel quale già si intravedono i germi dei nostri attuali romanzi, è ben lungi dall’essere il più stupefacente testimonio della nostra realtà di quei tempi. I Cronisti delle Indie ce ne lasciarono infiniti altri. Eldorado, il nostro illusorio paese tanto bramato, figurò in numerose carte geografiche nel corso di molti anni, cambiando di luogo e di forma secondo la fantasia dei cartografi. Alla ricerca della fonte dell’eterna gioventù, il mitico Alvar Núñez Cabeza de Vaca esplorò per otto anni il nord del Messico, con una spedizione sballata i cui membri si mangiarono l’un l’altro, e solo cinque dei 600 uomini che la compo­nevano, ritornarono. Uno dei tanti misteri che non furono mai risolti è quello delle undicimila mule caricate ognuna con cento libre d’oro, che un bel giorno uscirono da Cuzco per andare a pagare il riscatto di Atahualpa, e non raggiunsero mai la loro destinazione. Più tardi, durante il periodo coloniale furono vendute a Cartagena delle Indie delle galline allevate in terre alluvio­nali, nel cui ventriglio si trovavano pietruzze d’oro. Questo delirio per l’oro dei nostri fondatori ci ha perseguitato fino a poco tempo fa. Ancora nel secolo scorso la missione tedesca incaricata di studiare la costruzione di una ferrovia interoceanica nello stretto di Panama, concluse che il progetto era realizzabile alla condizione che i binari non fossero fatti di ferro, che era un metallo scarso nella regione, ma d’oro.
L’indipendenza dalla dominazione spagnola non ci salvò dalla demenza. Il generale Antonio López de Santana, che fu tre volte dittatore del Messico, fece sotterrare con sontuosi funerali la gamba destra che aveva perso nella cosiddetta guerra dei pasticcini. Il generale Gabriel García Morena governò l’Ecuador per sedici anni come un monarca assoluto, e il suo cadavere fu vegliato con la sua uniforme di gala e la sua corazza di onorificenze seduto sulla sedia pre­sidenziale. Il generale Maximiliano Hernández Martínez, il despota teosofico di El Salvador che fece sterminare in una barbara mattanza 30 mila contadini, aveva inventato un pendolo per verificare se i cibi fossero avvelenati, e fece coprire con carta rossa l’illuminazione pubblica per combattere un’epidemia di scarlattina. Il monumento al generale Francisco Morazán, eretto nella piazza maggiore di Tegucigalpa, era in realtà una statua del maresciallo Ney comprata a Parigi in un deposito di sculture usate.
Undici anni fa, uno dei poeti insigni del nostro tempo, il cileno Pablo Neruda, illuminò con la sua parola questa sala. Da allora, le buone coscienze d’Europa, e a volte anche le cattive, sono state colpite con forza sempre maggiore dalle fantastiche notizie dell’America Latina, questa immensa patria di uomini perseguitati e di donne storiche, la cui infinita ostinazione si confonde con la leggenda. Non abbiamo avuto un istante di riposo. Un presidente prometeico trincerato nel suo palazzo in fiamme morì combattendo da solo contro tutto un esercito, e due disastri aerei sospetti e mai chiariti tolsero la vita a un altro presidente dal cuore generoso, e a un militare democratico che aveva ristabilito la dignità del suo popolo. Ci sono state 5 guerre e 17 colpi di stato, e venne alla luce un diabolico dittatore che in nome di Dio compì il primo etnocidio latinoamericano del nostro tempo. Nel frattempo, venti milioni di bambini latinoa­mericani sono morti prima di compiere un anno, più di quanti ne sono nati in Europa dal 1970. Gli scomparsi a causa della repressione sono quasi 120 mila, che è come se oggi non si sapesse dove siano finiti tutti gli abitanti di Upsala. Numerose donne incinte arrestate partorirono nelle prigioni argentine, però si ignora addirittura l’identità e dove siano finiti i loro figli, che furono dati in adozione clandestina o internati in orfanotrofi da parte delle autorità militari. Per non voler che le cose continuassero in questo modo, morirono circa 200 mila donne e uomini in tutto il continente, e più di 100 mila morirono in tre piccoli e caparbi paesi dell’America Cen­trale, Nicaragua, El Salvador e Guatemala. Se ciò fosse avvenuto negli Stati Uniti, la cifra proporzionale sarebbe di 1 milione e 600 mila morti violente in quattro anni.
Dal Cile, paese di tradizioni di ospitalità, sono fuggite un milione di persone: il 12% della sua popolazione. Dall’Uruguay, una minuscola nazione di due milioni e mezzo di abitanti che viene considerato il paese più civilizzato del continente, se ne è andato in esilio un cittadino su cinque. La guerra civile in El Salvador dal 1979 ha provocato un rifugiato ogni 20 minuti. Il paese che si sarebbe potuto costruire con tutti gli esiliati e gli emigrati forzati dell’America Latina, avrebbe una popolazione maggiore di quella della Norvegia.
Oso pensare che cosa sia questa incredibile realtà, e non solo la sua espressione letteraria, che quest’anno ha meritato l’attenzione dell’Accademia Svedese delle Lettere. Una realtà che non è quella di carta, ma che vive con noi e che decide in ogni istante sulle nostre innumere­voli morti quotidiane, e che sostiene una sorgente creativa insaziabile, piena di sventura e di bellezza, della quale questo colombiano errante e nostalgico non è nulla di più che un numero maggiormente segnalato dalla sorte. Poeti e mendicanti, musicisti e profeti, guerrieri e malan­drini, tutte le creature di quella realtà smisurata: abbiamo dovuto chiedere molto poco all’im­maginazione, perché la sfida maggiore per noi è stata l’insufficienza delle risorse convenzionali per rendere credibile la nostra vita. Questo è, amici, il nodo della nostra solitudine.
E se queste difficoltà, la cui natura condividiamo, ci ostacolano, non è difficile capire che i talenti razionali di questa parte del mondo, estasiati nella contemplazione della propria cultura, si siano trovati senza un metodo valido per interpretarci. È comprensibile che insistano nel valutarci con lo stesso metro col quale valutano se stessi, senza ricordare che i danni non sono uguali per tutti, e che la ricerca della propria identità è tanto difficile e tanto sanguinosa per noi come lo fu per loro. La interpretazione della nostra realtà con schemi che non ci appartengono contribuisce a renderci ogni volta meno conosciuti, ogni volta meno liberi, ogni volta più soli. A volte l’Europa venerabile sarebbe più comprensiva se tentasse di vederci nel suo proprio pas­sato. Si dovrebbe ricordare che a Londra occorsero 300 anni prima che si potessero costruire le sue mura, e altri 300 per avere un vescovo; che Roma fu avvolta dalle tenebre dell’incertezza per 20 secoli prima che un re etrusco la introducesse nella storia; e che ancora nel XVI secolo i pacifici svizzeri di oggi, che ci allietano con i loro leggeri formaggi e i loro orologi impavidi, insanguinavano l’Europa come soldati di fortuna. Anche nell’apogeo del rinascimento, 12 mila lanzichenecchi al soldo degli eserciti imperiali saccheggiarono e devastarono Roma, e passa­rono a fil di spada otto mila dei suoi abitanti.
Non pretendo incarnare l’illusione di Tonio Kröger, i cui sogni di unione fra un nord casto e un sud appassionato esaltò Thomas Mann 53 anni fa in questa sala. Però credo che gli Europei dalla mente lucida, quelli che lottano anche qui per una grande patria più umana e più giusta, potrebbero aiutarci meglio se riconsiderassero a fondo il modo di vederci. La solidarietà con i nostri sogni ci farà sentire meno soli, fino a quando non si concretizzeranno con atti di soste­gno concreto ai popoli che hanno l’illusione di avere una propria vita nella distribuzione del mondo.
L’America Latina non vuole, né ha alcuna ragione di essere una pedina senza libero arbitrio, né ha nulla di chimerico se i suoi programmi d’indipendenza e originalità diventino un’aspira­zione dell’Occidente. Ciononostante, i progressi della navigazione che hanno diminuito grande­mente la distanza fra la nostra America e l’Europa, sembra che in cambio ne abbiano aumentato la distanza culturale. Perché l’originalità che ci si riconosce senza riserve nella letteratura ce la si nega con ogni tipo di sospettosità nei nostri difficilissimi tentativi di cambiamento sociale? Perché pensare che la giustizia sociale che gli europei progressisti tentano di imporre nei propri paesi non possa essere anche un obiettivo latinoamericano con metodi distinti in condizioni differenti? No: la violenza e lo smisurato dolore della nostra storia sono il risultato di ingiustizie secolari e amarezze inenarrabili, e non un complotto ordito a 3 mila leghe da casa nostra. Ma molti dirigenti e pensatori europei lo hanno creduto, con l‘infantilismo di nonni che abbiano dimenticato le fruttuose follie della loro giovinezza, come se non fosse possibile altro destino che vivere alla mercé dei due grandi signori del mondo. Questa, amici miei, è la dimensione della nostra solitudine.
Malgrado ciò, davanti all’oppressione, al saccheggio e all’abbandono, la nostra risposta è la vita. Né i diluvi né le pestilenze, né le carestie né i cataclismi, e neppure le guerre eterne attraverso i secoli dei secoli sono riusciti a ridurre il vantaggio tenace della vita sopra la morte. Un vantaggio che aumenta e accelera: ogni anno ci sono 74 milioni di nascite in più rispetto alle morti, una grande quantità di nuovi esseri viventi tale da aumentare di sette volte ogni anno la popolazione di New York. La maggioranza di loro nasce nei paesi con meno risorse, com­presi, naturalmente, quelli dell’America Latina. In cambio, i paesi più prosperi sono riusciti ad accumulare sufficiente potere di distruzione per annientare cento volte non solo tutti gli esseri umani che esistono oggi, ma la totalità degli esseri viventi che sono passati attraverso questo sfortunato pianeta.
In un giorno come quello di oggi il mio maestro William Faulkner disse in questa aula: «Non posso ammettere la fine dell’uomo». Non mi sentirei degno di occupare questo posto che fu suo se non fossi pienamente consapevole che la colossale tragedia di cui egli rifiutò di ammettere l’esistenza trentadue anni fa è ora, per la prima volta dall’inizio dell’umanità, niente di meno che una semplice possibilità scientifica. Davanti a questa terrificante realtà che deve essere sembrata una semplice utopia per tutto il tempo dell’esistenza dell’uomo, noi, inventori di racconti, che crediamo a tutto, ci sentiamo autorizzati a credere che non sia troppo tardi per impegnarci a creare un’utopia contraria. Una nuova e impetuosa utopia della vita, dove nessuno possa decidere per gli altri circa la forma della sua morie, dove di vero sia certo l’amore e sia possibile la felicità, e dove la stirpe condannata a cento anni di solitudine abbia finalmente e per sempre, una seconda opportunità sulla terra.
Ringrazio l'Accademia delle Lettere di Svezia che mi ha insignito con un premio che mi colloca vicino a molti di coloro che orientarono ed arricchirono i miei anni di lettore e di quotidiano celebrante di questo delirio senza appello che è il mestiere di scrivere. I loro nomi e le loro opere mi si presentano oggi come ombre tutelari, ma anche come il compromesso, spesso opprimente, che si acquisisce con questo onore. Un gravoso onore che mi sembrò di semplice giustizia in essi, ma che capisco in me come una lezione in più di quelle con cui normalmente ci sorprende il destino, e che fanno più evidente la nostra condizione di giocattoli di un caso indecifrabile la cui unica e desolante ricompensa, sono normalmente, la maggioranza almeno delle volte, l'incomprensione e la dimenticanza.
È perciò appena naturale che mi interrogassi, là in quel fondo segreto dove normalmente rovistiamo tra le verità più essenziali che costituiscono la nostra identità, quale fosse stato il sostentamento costante della mia opera, che cosa avesse potuto richiamare l'attenzione di questo tribunale di arbitri tanto severi in maniera così compromettente. Confesso senza false modestie che non mi è stato facile trovarne la ragione, ma voglio credere che sia stata la stessa che io avrei desiderato. Voglio credere, amici, che questo è, un'altra volta, un omaggio che si rende alla poesia. Alla poesia in virtù della quale l'inventario opprimente delle imbarcazioni che enumerò nella sua Iliade il vecchio Omero è animato da un vento che le spinge a navigare con la loro sollecitudine intemporale ed allucinata. La poesia che sostiene, con la magra impalcatura delle terzine di Dante, tutta la fabbrica densa e colossale del Medioevo. La poesia che con tanta miracolosa totalità riscatta la nostra America nelle Alturas de Machu Pichu del grande Pablo Neruda, il più grande, e dove distillano la loro millenaria tristezza i nostri migliori sogni senza uscita. La poesia, infine, quell'energia segreta della vita quotidiana che cuoce i ceci nella cucina, e contagia l'amore e riflette le immagini negli specchi.
In ogni riga che scrivo cerco sempre, con maggiore o minore fortuna, di invocare gli spiriti schivi della poesia, e tento di lasciare in ogni parola l'attestazione della mia devozione per le sue virtù di divinazione, e per la sua permanente vittoria contro i sordi poteri della morte. Il premio che ho appena ricevuto lo considero, con tutta umiltà, come la consolatrice rivelazione che il mio tentativo non è stato vano. È per questo motivo che invito tutti voi a brindare per quello che un gran poeta delle nostre Indie, Luis Cardoza ed Aragona, ha definito come l'unica prova concreta dell'esistenza dell'uomo: la poesia.
Molte grazie.

Gabriel García Márquez

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